Animo mi can siberiano, a clarificar ese futuro negro cada quien desde su trinchera, podre no compartir ideologias contigo pero compartimos el mismo mundo y el mismo futuro, asi es que arriba, quizas sea bueno menos texto y mas accion.
Saludos.
Te agradezco el detalle del consuelo que me brindas, Unbreakable, el cual yo estimo sobremanera.
Que conste que yo, por encima de cualquier otra consideración, me declaro un demócrata convencido, un republicano en el sentido expuesto por Jürgen Habermas, cuando alegaba que
"una República no constituye, simplemente, una forma de gobierno, o un modo de concebir una arquitectura político-institucional, sino una forma de vida que va cimentándose en el día a día en cada acción, de lo singular a lo colectivo, por todos y cada uno de sus ciudadanos".
Por ese motivo, yo me desenvuelvo perfectamente bien en el terreno de la comprensión de las discrepancias. De hecho, en el plano sentimental he llegado a contraer vínculos afectivos con personas conservadoras, un tanto distantes de mi planteamiento ideológico.
Por otra parte, y como bien esgrimía uno de mis referentes por antonomasia, Vicenç Navarro (poco conocido en España, pero sumamente célebre en el mundo intelectual, económico y académico internacional, quizá como consecuencia de su alejamiento de los postulados defendidos por el status-quo), Catalunya tampoco ha supuesto, en los cuarenta años que conllevamos de travesía democrática desde la Transición, el oasis sobre el que tanto se jactaba el pujolismo, libre de corrupción sistémica y endémica, clientelismo, subdesarrollo social, e injerencia en los medios de radiotelevisión públicos. De hecho, España, por una parte, y Catalunya, por otra, no entrañan, en tales materias, sino el común denominador de nuestra propia esencia: la patrimonialización de lo público en manos privadas; la deficiente gestión política, económica, social, laboral y cultural de ambos gobiernos; la depredación insaciable de unas élites (el 35% de la población) extractivas de los recursos puestos a su disposición, en detrimento del interés general, con fines espúreos; y la demonización del contrario: en España, el enemigo a batir se personifica en la figura de la izquierda emanada de la tradición republicana, de la AntiEspaña abatida en 1939 (y que está comenzando a reflorecer, tras décadas de letargo); en Catalunya, son invisibilizadas las voces de la izquierda no nacionalista (en TV3, o en Ràc 1), potenciándose la dimensión viral de las intervenciones de la caverna nacionalista españolista, para, así, deformar la visión del conjunto de España en la sociedad catalana. Como tiene de igual modo lugar en TVE, Telemadrid, la TVG, hasta su cierre en Canal Nou -en la Comunidad Valenciana-, o en los entes más derechistas, como 13TV, en sentido diametralmente invertido.
En suma, ambas derechas se retroalimentan: PP y CiU (hoy, PDCat) han colegislado, siempre que la oportunidad aritmética en lo parlamentario, se lo han permitido, tanto en el Congreso de los Diputados en España, como en el Parlament de Catalunya, pues comparten un mismo horizonte en cuanto a políticas públicas (más bien, de desfalco de lo público), en los ámbitos sociales y económicos. Se han financiado irregularmente (Gürtel, Púnica, casos Pujol y Palau de la Música, 3%) de las comisiones obtenidas por mediación de adjudicaciones poco transparentes en contratos públicos sumamente lucrativos... para las empresas próximas a su entorno de poder y para los beneficiarios de tales mordidas, y en desdoro de los contribuyentes, de ambas orillas del Ebro. Y la burguesía catalanista conservadora respaldó y amparó el golpe de Estado de 1936, cobijándose perfectamente junto a sus homólogos de Madrid, durante una buena proporción de vigencia del régimen franquista.
Pero, aun así, el grueso de la responsabilidad política cabe imputársele al gobierno central, pues de él (como el propio Tribunal Constitucional reconoce en su jurisprudencia) se deben desprender iniciativas de elevado alcance a nivel político, a fin de solventar un contencioso que, de ningún otro modo, puede hallarse abocado a su resolución. Esto es, propiciar el encaje político-institucional y sentimental, de una Comunidad Autónoma crecientemente desapegada del resto del Estado español.
Se equivocan quienes sostienen, desde el resto de España, que el episodio registrado desde 2012 es producto de la tentativa de los altos mandos de la extinta Convergència, en aras de taponar su responsabilidad ingente en las tramas múltiples de corrupción que les han salpicado. En efecto, la crisis económica ha incidido parcialmente en la génesis del proceso, pero he de afirmar que el movimiento cívico de reivindicación del derecho a decidir, proveniente de Catalunya, es, mayoritariamente y con matices, de izquierda.
Aunque Carles Puigdemont (y, hasta hace unos años, Artus Mas) capitanee, en teoría, como President, siendo miembro del PDCat, el mismo, ello se ha traducido en la desesperada estrategia, adoptada, sólo en los últimos años, por los convergentes catalanes, a fin de procurar preservar las riendas del poder institucional, surfeando las olas de un fenómeno que ni ellos impulsaron, tampoco promovieron, ni tan siquiera alentaron en ningún momento. Si de la antaño Convergència hubiera mediado, habría articulado su hoja de ruta -como, de facto, aducía como principal ariete electoral hasta, aproximadamente, el año 2013- en torno al pacto fiscal, de similar alcance al existente en el País Vasco.
Muchos de los entroncados dentro del bloque soberanista no son, como tales, partidarios de la escisión de España. Dicho sector se halla nutrido de una mayoría, amplia en su seno, que propende a que el derecho a la autodeterminación de los pueblos se recoja en nuestro ordenamiento jurídico-constitucional -algo no reconocido en nuestra Carta Magna, pero perfectamente debatible y susceptible de inclusión, reforma mediante de la misma-.
¿En qué consiste el derecho a la autodeterminación de los pueblos? Pues en que, si una comunidad políticamente organizada de un Estado así lo determinara, en base a unas reglas del juego democráticamente válidas y universalmente respetadas y reconocidas, considerar su encuadramiento, así como su relación jurídica con aquél, en régimen de libertad y en pie de igualdad.
El derecho a decidir no se asimila a la independencia. Sino a que, en una consulta legal y con garantías, la ciudadanía con derecho a voto se exprese y emita su veredicto al respecto, pudiendo decantarse, generalmente -aunque podrían recogerse otras fórmulas- por dos opciones: Sí, o No.
La cláusula del derecho a la autodeterminación de los pueblos se halla reconocida por las Naciones Unidas y, hasta los años 80, figuraba incrustado en el ADN de toda formación política que se dignara en declararse mínimamente de izquierdas. Incluido el PSOE en España.
Lean la resolución que se cristalizó tras el célebre congreso de Suresnes, en 1974, en el que Felipe González, por entonces Isidoro, fue designado Secretario General del partido, relevando a Rodolfo Llopis. La autodeterminación de los pueblos de España era defendida numantinamente y con tanto fervor y ahínco como la plena restitución de las libertades democráticas, y la una sin la otra no podían sino complementarse como un propósito unívoco y compartido, al servicio de los españoles.
Sin embargo, y como consecuencia del 23-F, presiones del Ejército y de la Monarquía hicieron que los socialistas, ya en el poder, fueran arrinconándolo, hasta, prácticamente, haberlo convertido, primero, en un anatema, y por último, en un principio ajeno y francamente contrario a su posicionamiento político.
Y no es cierto el hecho de que no se contemple, en perspectiva comparada, en ninguna otra Constitución del mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, cada Estado de la Federación contempla en su legislación tal posibilidad. Es decir, si al Estado de Texas se le antojara redefinir su estatus político-jurídico en el conjunto de la Federación, podría propiciar una consulta a la ciudadanía, para que ésta dictara sentencia, en una sentido favorable o no. Comprendiéndose la hipótesis de la secesión. Pero, como ello no ha sido considerada una cuestión de capital importancia para sus legisladores, ni tampoco para el conjunto mayoritario de su población, nunca se ha conllevado a la práctica.
¿Qué sujeto, jurídicamente definido como tal, participaría en una consulta de dichas características? Los ciudadanos circunscritos al territorio objeto de discusión. Es decir, en España, de ampararse en nuestro Estado de Derecho la observancia de dicho principio, cada Comunidad Autónoma sería portadora de dicha credencial: Andalucía, Galicia, Cantabria, Euskadi, Extremadura, Región de Murcia, Comunidad Valenciana, etcétera. Porque se partiría de la premisa de que, en virtud del principio de subsidiariedad presente en la legislación europea, nadie más atinado que el propio residente en las circunscripciones de la entidad política declarante debería ser partícipe de dicho mecanismo habilitado para ello.
En España, así como en cualquier otro sistema democrático parlamentario, ya se conciben otras herramientas orientadas a la expresión de la voluntad popular registrada en el conjunto del Estado, como el referéndum consultivo, puesta en marcha en 1986 (con motivo del referéndum para la OTAN, y en 2005, cuando los españoles debieron ratificar, con su papeleta, la finalmente nonata Constitución Europea).
Voy a ilustraros una situación cotidiana que permitirá un grado de comprensión diáfano la incomprensón que provoca, en el resto de España, la imposibilidad de que el conjunto del pueblo español pueda declarar su parecer, en relación con Catalunya: en una comunidad de vecinos, la junta, al interpelar a sus miembros acerca de las bondades y de la conveniencia del coste conjunto, entre todos ellos, de una derrama, ¿pide que ellos, como residentes en la misma, voten en consecuencia, al ser los máximos interesados en el asunto en cuestión, o tendría que obedecer al municipio al que todos pertenecen, y se encuentras censados, el ámbito de referencia al que atenerse? Casi todos convendrán en que sean los inquilinos de ese bloque de pisos quienes se inmiscuyan en tales vicisitudes.
El problema catalán, que no es sino el español, permanece algo más de cinco años enquistado en la agenda político-institucional. Tiempo hubo de explorar alguna senda, por parte del Gobierno de Rajoy, para su apaciguamiento, y en la búsqueda del entendimiento, de tendimiento de puentes entre las partes. Y, sobre todo, para la reforma integral y en profundidad de unas instituciones, de un sistema político, electoral, judicial, laboral, mediático y, finalmente, constitucional, que precisan de una cirugía de hierro inaplazable, que no admiten mayor demora.
Pero no existe voluntad política alguna. Porque, como buen empresario electoral, la derecha española (el PP, y en la actualidad, Ciudadanos, a quien le atribuyo un incremento en su estimación de voto en las próximas semanas) es conocedora de que, agitando el mantra del anticatalanismo, obtendrá jugosos réditos; el eje identitario primará sobre el social, y ello siempre penaliza a la izquierda, la cual no ha sabido inocular a sus huestes su concepción diferencial de España, pues ochenta años de tergiversación de nuestra historia pasada y reciente se hacen presentir, y mucho, en la conciencia de los españoles, quienes actúan al dictado de unos mass-media hoy, abrumadoramente, en manos del ideal conservador.
El PSOE (o el PSC, en Catalunya) podría haber desempeñado un rol decisivo en la reconducción de la situación a la deriva en la que nos hallamos sumergidos. Pero los socialistas, tiempo ha que abandonaron cualquier apelación a la pulsión transformadora que, como partido de izquierda, algún día llegaron a profesar, y hoy se halla alineado, inequívocamente, en defensa del ordenamiento vigente y del sistema que, no olvidemos, construyó como principal fuerza hegemónica en los años 80. Todo ello, en lugar de sobrevivir más allá de un régimen político determinado, como si se afanara en perecer al lado de la criatura que creó junto a la UCD, sin la cual, pareciera no entender su razón de ser ni su lógica de existencia. Los socialistas, en síntesis, se han pertrechado tanto como garantes de la estabilidad y el orden que, en nombre de todos esos parámetros, han terminado olvidando a quienes siempre se han debido, por razón de su dilatado caudal histórico: a la clase trabajadora, a las clases populares víctimas del austericidio que los gobiernos de ese Estado -y, en algunos casos, con la estampa su firma- legalizaron la precariedad, la exclusión social, el fomento de las desigualdades, la impotencia frente a los abusos de poder del poder financiero, el cual nunca es elegido y, sin embargo, goza de tantas mercedes por los representantes a quienes nosotros designamos y les retribuimos por ello, y la resignación.
Como corolario a mi intervención, destacar que resulta entristecedor a todas luces que los valedores del cumplimiento de la legalidad desde el Estado sean los mismos que la han violado vil y flagrantemente durante muchos años, como el Rey (a raíz de los problemas judiciales experimentados por su familia directa, y quien no ha sido ratificado en su cargo, sino por transmisión hereditaria), o el Presidente Rajoy, a la cabeza de una organización política definida, auto judicial mediante, de organización criminal; y que en Catalunya, para una mísera ocasión en la que en nuestro país un compromiso resultante de un programa electoral se cumple, esto es, el derecho a decidir por parte de la coalición vencedora Junts per Sí, en las elecciones autonómicas de 2015, sea motivo de chanza, burla, desdeñosidad y/o desprecio en el resto de España.
Al independentismo se le podría haber derrotado. Pero por el camino democrático, en un referéndum legal y pactado. Como en el Reino Unido, con Escocia, hace unos años. Presentando un proyecto renovador, atractivo, cautivador y plagado de ilusión. Para los catalanes y para el conjunto de los españoles, suscribiéndose, emulando al mismo Rousseau, un nuevo contrato social desde cero, para reanudar con mayor impulso, si cabe, los flecos pendientes que en 1978 no pudieron sortearse.
Pero, en su lugar, Madrid se ha escudado en la justicia. Ha eludido su responsabilidad histórica, haciendo alarde una dejación de funciones inaceptable. Porque se sabe incapaz de engendrar una nueva era política de progreso. Porque, a la postre, de lo que carece España, a día de hoy, es de proyecto futuro alguno que se precie dado en ser llamado con tal nombre. Lisa y llanamente.
Curioso el hecho de que, en el resto de España, el diálogo se desatienda como una quimérica imposibilidad ante unos 'golpistas' que han desobedecido la legalidad vigente, pero sí se asume con naturalidad el entablamiento de contactos, por PP y PSOE, con una organización terrorista, como ETA, sin renunciar ésta última, en aquellos momentos, a su naturaleza violenta. Que alguien explique esa distinción arbitraria de criterio, pues, por mucho que lo pueda meditar, no la comprenderé jamás.
España no ha aprendido de su historia, ni de sus falaces errores de miopía política, y de cortoplacismo. Desde el desembarco del Duque de Alba en los Países Bajos, cuando aún nos pertenecían, hasta la pérdida de nuestros últimos bastiones en Ultramar -Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam, pasando por el desmembramiento del Imperio en el siglo XIX. Se muestra inerme a la hora de conciliar la rica multiplicidad de sus gentes, de sus convenciones sociales, de su patrimonio histórico, lingüístico y cultural. Siempre ha terminado virando hacia la represión de las diferencias y, lejos de evitar la amputación de sus costuras, acarreó, sin excepciones, la aceleración de los acontecimientos, comportando un signo desfavorable.
Ojalá con Catalunya no acontezca de forma similar, aunque, con medidas como la de la aplicación del artículo 155 en su sentido más maximalista, mucho me temo que, en muy poco tiempo, asistamos a otro capítulo más de la abrupta historia bosquejada por nuestro país.
La pregunta que os dejo en el tintero, y sobre la que la sociedad española, en su mayoría, no se ha pronunciado nunca al respecto, es la siguiente: la Constitución española de 1978 -y su marco jurídico-institucional-, ¿debería ser declarada como el punto de partida -como creían los adscritos a la ruptura democrática en la Transición- por el que proseguir avanzando hacia un modelo democrático de convivencia más avanzado en lo social, y plurinacional en el reconocimiento de la diversidad territorial, lingüística y cultural, o como el epílogo final, de cierre y blindaje, sin posibilidad de reajuste en un sentido más amplio, como tres de los cuatro grandes partidos políticos españoles proclaman de ordinario y de forma recurrente y habitual en su discurso oficial?
Os adjunto una columna de opinión cuyo contenido comparto plenamente, y la cual describe gráficamente mi visión personal del tema expuesto en este post, hasta ahora, tan civilizado y sobrio, abierto por pussycontrol.
https://www.infolibre.es/noticias/opinion/opinion/2017/10/18/voltaire_despierta_70786_1023.html
Un cordial saludo a todos.