MjBad
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Hoy he ido a la biblioteca (que culto que soy) y me he encontrado un libro titulado “Lo mejor de Rolling Stone” publicado en 1995. Me puse a hojearlo y vi que venía un articulo de MJ del año 83. Acto y seguido, me traje el libro para casa
.
La cosa es que en el libro viene el articulo originalmente publicado en 1983 con una introducción de la persona que lo escribió. Se trata de una especie de entrevista concedida a un tal Gerri Hirsley, que es editor colaborador de Rollin Stone y que tambien escribe para GQ y Vanity Fair. Tambien es el autor de Nowhere to Run: The Store of Soul.
Para que no os quejeis paso a transcribirla íntegramente aquí. Como el tema es bastante larguillo lo haré en partes, una hoy y otra o otras mañana o cuando pueda. Os recomiendo leerlo porque trae algunas cosillas interesantes, que si son ciertas o no, eso ya es otra cuestión, pero la revista Rolling Stone, por lo menos en aquella época, era una revista bastante seria.
Alla va (pobrecillos dedos mios, iros preparando)
Michael Jackson
Gerri Hirshey
AQUEL FUE UNO DE ESOS MOMENTOS TAN ESPECIALES DE LA MUSICA POP: MICHAEL JACKSON, SOLO EN CASA Y DISPUESTO A HABLAR DURANTE HORAS CON UN REPORTERO. PERO PUSO UNA CONDICION: TENIA QUE SOSTENER A MUSCLES.
Durante la ultima década mi grabadora ha captado momentos extravagantes: Bruce Springsteen haciendo imitaciones de Ed Norton a las tres de la madrugada; el zumbido de las alas de los murciélagos sobre la plantación de Eddy Grant en Bajan; Sting aullándole a la luna…. Pero mi hipersensible Sony no estaba programada para captar el siseo de la lengua de una serpiente a escasos centímetros de mi oído durante aquella larga charla con Michael Jackson. Aquel viaje fue sosegadamente extraño; no angustioso, sino simplemente “remoto”.
El reptil en cuestión era Muscles, la boa constrictor de dos metros y medio de Michael Jackson. Durante más de una hora, Muscles reposó en perfecto equilibrio sobre una barandilla justo a mi lado, con la cabeza erecta y los ojos vidriosos fijos en las venillas que, sin lugar a dudas, palpitaban en mi cuello. Michael la había colocado allí porque yo me negué a tener a Muscles enrollada a mi torso. Parecía un compromiso razonable.
No es que el joven Mike fuese un sádico. Lo explicó como una prueba de confianza, y fue de los más convincente. Si a mi me asustaban las serpientes, a él le aterraban los reporteros… y tal vez ambos deberíamos superarlo. Michael no había hecho una entrevista en años sin que una de sus hermanas repasase antes las preguntas. Y en los casi diez años transcurridos desde aquellas memorables charlas de finales del 82 (cuando él estaba terminando Thriller), no ha vuelto a dejarse hacer una entrevista de tal profundidad. No es que las cosas fuesen mal. Simplemente fue… duro.
Michael sorprendió a todos –su familia, sus mánagers y su compañía discográfica- al decidir hacerla él solo. Él mismo abrió la puerta principal de su casa pareada alquilada en Encino. Llevaba los pantalones de pana sucios y arrugados; los zapatos, gastados y con los cordones desatados. Sin calcetines. Sin maquillaje. Su hospitalidad era de una torpeza conmovedora; cuando se le acabó la limonada que me había ofrecido, llenó lo que quedaba de mi vaso con ponche hawaiano tibio. En la nevera no había comida, solo zumos. Explicó que estaba allí instalado mientras le reformaban su mansión de Hayvenhurst. Pero su hermana Janet, mientras subía a su dormitorio, anunció que vivía siempre como un mendigo; nunca comía nada excepto unas marchitas hojas de lechuga; llevaba la ropa andrajosa y llena de porquería. Una desgracia…
-Cierto- le espetó su hermano mayor mientras ella ascendía por la escalera-. Pero por lo menos no tengo un culo como el TUYO.
Estaba claro que la presencia de Janet le relajaba, pero ella solo se quedó un momento… tenía que dar de comer a una serpiente allí arriba. Cuando Michael y yo nos sentamos a hablar la tensión se palpaba en el aire. De tanto en tanto se estremecía por el esfuerzo. No había nada de teatro en ello; en privado, el monstruo era Bambi. Dijo que podía explicar aquel miedo, lo que no podía era superarlo. Tenía miedo de decir demasiado, no sabía como protegerse. Cuando hablaba con franqueza la gente decía de él…bueno… que era raro.
A los diez minutos ya vi de qué iba. Cuando me explicó aquella concentración de estatuas de jardín alrededor de la mesita de café, como si se hubiesen reunido para tomar el té –incluido una narcisista figura llamada Michael- supe como debía interpretarlo. Casi me hizo llorar. Lo estaba intentando con condenado esfuerzo.
Acordamos dejar fuera del artículo una parte de nuestra charla, para su propia protección. La cosa surgió mientras estábamos sentados en el comedor de la casa pareada y yo me fijé en la fotografía escolar de una joven negra que estaba colocada en el marco de una acuarela. La foto era uno de los pocos toques personales del lugar. El rostro era como el de cualquier adolescente.
-Ésa es la autentica Billie Jean- dijo Michael.
Quincy Jones acababa de tocar para mi esa pieza en el estudio; yo sabía que la canción trataba de una mujer que acusaba al cantante de ser el padre de su hijo… cosa en la que insistían sus cartas. Michael me explicó que había colocado la foto que ella le había enviado en un sitio céntrico para memorizar su cara; al parecer ella quería verle muerto a toda cosa. Me dijo que le acababa de enviar por correo una pistola y las instrucciones detalladas para que se matara con ella. Con voz apenas audible, Michael me explicó que la policía le había dicho que la pistola estaba amañada para dispararse hacia atrás, hacia la persona que apretase el gatillo. Mas adelante su madre me diría que la mujer estaba en un hospital, en tratamiento psiquiátrico. Cuando, meses después, vi el video de Billie Jean –con los tigres que desaparecían y aquella exacta coreografía- seguía viendo a una muchacha con una bata verde de hospital.
-Lo soportas- me había dicho Michael-. Simplemente lo soportas.
Durante los dos días que siguieron, Michael siguió hablando conmigo de buena gana, educado y cada vez de mejor humor. Janet sacudió la cabeza a modo de advertencia cuando él se ofreció a llevarnos en coche para enseñarme su casa.
-Ray Charles conduce mejor- manifestó.
Metido en su Camaro dorado, empecé a añorar la relativa seguridad del cariñoso abrazo de Muscles. Michael conducía muy relajado, pero admitió que le costaba concentrarse. Las bocinas seguían pitándonos mientras subíamos por el camino del reino mágico que se estaba construyendo.
-¿Quieres salir esta noche?
Otra sorpresa. Michael iba a ir a un macroconcierto de Queen en el Forum de los Angeles. No le importaba que le acompañase. Él tenía que ir. Freddie (el difunto Freddie Mercury, que murió de sida en noviembre de 1991) le había estado llamando toda la semana. De verdad tenía que ir…
Caía el atardecer cuando salimos para el concierto y Michael y su guardaespaldas Bill Bray atravesaron los setos del jardín hacia una limusina que les estaba esperando. Pensé que exageraban un poco… aquello fue meses antes de que ganase una popularidad monstruosa con su Thriller. Pero descubrieron a las chicas antes de que yo las oyese o las viese y se precipitaron al interior del coche mientras una maraña erizada de uñas rojas se estrellaba contra las ventanillas.
-¡Ciérrala- me chilló Michael, señalando un panel que tenía a mis pies. Entendido como soy en limusinas, lo que hice fue apretar el botón del tragaluz. Antes de que se hubiera abierto hasta la mitad, entraron los brazos, que se movieron amenazantes a ciegas.
“Hiiiiiiiiiiii” el agudo chillido atrajo a las habitantes de pelo azul de las casitas vecinas, que atisbaban desde detrás de sus cortinas. Bill Bray se retorcía hacia atrás desde su asiento delantero, empujando hacia fuera los dedos con sorprendente suavidad. Michael se tronchaba de risa. Yo estaba paralizado de miedo, buscando a Billie Jean en aquellos rostros congestionados que se adherían a las ventanillas.
Cuando por fin arrancamos, me volví para mirar a Michael. Se había “vestido” para aquella velada en público con unos vaqueros y una americana de rizo de color turquesa, mocasines negros y sólo una pizca de colorete. Aquel Michael previo al éxito tenía un aspecto magnífico…un saludable, apuesto y robusto afroamericano.
Nos detuvimos para recoger al único amigo fiel de Michael –un joven esquiador rubio que era entonces su compañero de predicación de los Testigos de Jehová- y que no es más que un pobre infeliz. Cuando Bray nos condujo al camerino de Mercury, los dos muchachos se quedaron atrás hasta que el fabuloso Freddie se acercó saltando como un ganso mareado y estuvo a punto de aplastar al pequeño Mike en un abrazo. Cayeron sobre su enorme baúl, que, al abrirse, soltó una monstruosa avalancha de suspensorios de Freddie, que eran de tamaño familiar. Michael se quedó boquiabierto.
-Oooooh, Freddie. ¿Qué son?
Un casco dorado de fútbol americano cayó rodando y fue a detenerse sobre la pila de protectores genitales.
-El rock and roll es cosa de hombres, hermanito- vociferó Freddie.
Michael sonrió y quiso saber si de verdad su anfitrión había pasado su último cumpleaños colgado desnudo de una lámpara. El esquiador se ruborizó. Nos lo estuvimos pasando genial hasta que el entrenador de Freddie le llamó para una sesioncita de ejercicio dorsal antes de la actuación.
No vimos demasiado del concierto. Las cosas volvieron a ponerse feas cuando Michael fue reconocido en aquella oscuridad. Manos, comentarios y miradas nos rodearon. Cuando empezó a llovernos sobre las cabezas un líquido no identificado, Bray se levantó.
-Ya está bien. Nos vamos.
Pasamos más tiempo juntos: en el estudio con Quincy Jones, paseando por la inacabada mansión del placer de Michael y visitando su colección de animales salvajes. Hacia el final, mientras estábamos dándole el biberón a sus dos cervatillos gemelos, se volvió de súbito y me miró a los ojos. Por fin.
-¿Sabes una cosa? Tú no eres mejor de lo que soy yo. Quiero decir… eres igual de furtivo.
-¿De donde has sacado eso?
-Tu bailas en público. Claro que lo haces, por toda tu página de Rolling Stone. También tú necesitas actuar. Pero cuando lo has hecho puedes correr a esconderte. Nadie te persigue.
Michael me dejó de piedra. Se echó a reír y me puso una mano en el hombro.
-Créeme lo que te digo… no sabes lo afortunado que eres.
-----CONTINUARÁ------
La cosa es que en el libro viene el articulo originalmente publicado en 1983 con una introducción de la persona que lo escribió. Se trata de una especie de entrevista concedida a un tal Gerri Hirsley, que es editor colaborador de Rollin Stone y que tambien escribe para GQ y Vanity Fair. Tambien es el autor de Nowhere to Run: The Store of Soul.
Para que no os quejeis paso a transcribirla íntegramente aquí. Como el tema es bastante larguillo lo haré en partes, una hoy y otra o otras mañana o cuando pueda. Os recomiendo leerlo porque trae algunas cosillas interesantes, que si son ciertas o no, eso ya es otra cuestión, pero la revista Rolling Stone, por lo menos en aquella época, era una revista bastante seria.
Alla va (pobrecillos dedos mios, iros preparando)
Michael Jackson
Gerri Hirshey
AQUEL FUE UNO DE ESOS MOMENTOS TAN ESPECIALES DE LA MUSICA POP: MICHAEL JACKSON, SOLO EN CASA Y DISPUESTO A HABLAR DURANTE HORAS CON UN REPORTERO. PERO PUSO UNA CONDICION: TENIA QUE SOSTENER A MUSCLES.
Durante la ultima década mi grabadora ha captado momentos extravagantes: Bruce Springsteen haciendo imitaciones de Ed Norton a las tres de la madrugada; el zumbido de las alas de los murciélagos sobre la plantación de Eddy Grant en Bajan; Sting aullándole a la luna…. Pero mi hipersensible Sony no estaba programada para captar el siseo de la lengua de una serpiente a escasos centímetros de mi oído durante aquella larga charla con Michael Jackson. Aquel viaje fue sosegadamente extraño; no angustioso, sino simplemente “remoto”.
El reptil en cuestión era Muscles, la boa constrictor de dos metros y medio de Michael Jackson. Durante más de una hora, Muscles reposó en perfecto equilibrio sobre una barandilla justo a mi lado, con la cabeza erecta y los ojos vidriosos fijos en las venillas que, sin lugar a dudas, palpitaban en mi cuello. Michael la había colocado allí porque yo me negué a tener a Muscles enrollada a mi torso. Parecía un compromiso razonable.
No es que el joven Mike fuese un sádico. Lo explicó como una prueba de confianza, y fue de los más convincente. Si a mi me asustaban las serpientes, a él le aterraban los reporteros… y tal vez ambos deberíamos superarlo. Michael no había hecho una entrevista en años sin que una de sus hermanas repasase antes las preguntas. Y en los casi diez años transcurridos desde aquellas memorables charlas de finales del 82 (cuando él estaba terminando Thriller), no ha vuelto a dejarse hacer una entrevista de tal profundidad. No es que las cosas fuesen mal. Simplemente fue… duro.
Michael sorprendió a todos –su familia, sus mánagers y su compañía discográfica- al decidir hacerla él solo. Él mismo abrió la puerta principal de su casa pareada alquilada en Encino. Llevaba los pantalones de pana sucios y arrugados; los zapatos, gastados y con los cordones desatados. Sin calcetines. Sin maquillaje. Su hospitalidad era de una torpeza conmovedora; cuando se le acabó la limonada que me había ofrecido, llenó lo que quedaba de mi vaso con ponche hawaiano tibio. En la nevera no había comida, solo zumos. Explicó que estaba allí instalado mientras le reformaban su mansión de Hayvenhurst. Pero su hermana Janet, mientras subía a su dormitorio, anunció que vivía siempre como un mendigo; nunca comía nada excepto unas marchitas hojas de lechuga; llevaba la ropa andrajosa y llena de porquería. Una desgracia…
-Cierto- le espetó su hermano mayor mientras ella ascendía por la escalera-. Pero por lo menos no tengo un culo como el TUYO.
Estaba claro que la presencia de Janet le relajaba, pero ella solo se quedó un momento… tenía que dar de comer a una serpiente allí arriba. Cuando Michael y yo nos sentamos a hablar la tensión se palpaba en el aire. De tanto en tanto se estremecía por el esfuerzo. No había nada de teatro en ello; en privado, el monstruo era Bambi. Dijo que podía explicar aquel miedo, lo que no podía era superarlo. Tenía miedo de decir demasiado, no sabía como protegerse. Cuando hablaba con franqueza la gente decía de él…bueno… que era raro.
A los diez minutos ya vi de qué iba. Cuando me explicó aquella concentración de estatuas de jardín alrededor de la mesita de café, como si se hubiesen reunido para tomar el té –incluido una narcisista figura llamada Michael- supe como debía interpretarlo. Casi me hizo llorar. Lo estaba intentando con condenado esfuerzo.
Acordamos dejar fuera del artículo una parte de nuestra charla, para su propia protección. La cosa surgió mientras estábamos sentados en el comedor de la casa pareada y yo me fijé en la fotografía escolar de una joven negra que estaba colocada en el marco de una acuarela. La foto era uno de los pocos toques personales del lugar. El rostro era como el de cualquier adolescente.
-Ésa es la autentica Billie Jean- dijo Michael.
Quincy Jones acababa de tocar para mi esa pieza en el estudio; yo sabía que la canción trataba de una mujer que acusaba al cantante de ser el padre de su hijo… cosa en la que insistían sus cartas. Michael me explicó que había colocado la foto que ella le había enviado en un sitio céntrico para memorizar su cara; al parecer ella quería verle muerto a toda cosa. Me dijo que le acababa de enviar por correo una pistola y las instrucciones detalladas para que se matara con ella. Con voz apenas audible, Michael me explicó que la policía le había dicho que la pistola estaba amañada para dispararse hacia atrás, hacia la persona que apretase el gatillo. Mas adelante su madre me diría que la mujer estaba en un hospital, en tratamiento psiquiátrico. Cuando, meses después, vi el video de Billie Jean –con los tigres que desaparecían y aquella exacta coreografía- seguía viendo a una muchacha con una bata verde de hospital.
-Lo soportas- me había dicho Michael-. Simplemente lo soportas.
Durante los dos días que siguieron, Michael siguió hablando conmigo de buena gana, educado y cada vez de mejor humor. Janet sacudió la cabeza a modo de advertencia cuando él se ofreció a llevarnos en coche para enseñarme su casa.
-Ray Charles conduce mejor- manifestó.
Metido en su Camaro dorado, empecé a añorar la relativa seguridad del cariñoso abrazo de Muscles. Michael conducía muy relajado, pero admitió que le costaba concentrarse. Las bocinas seguían pitándonos mientras subíamos por el camino del reino mágico que se estaba construyendo.
-¿Quieres salir esta noche?
Otra sorpresa. Michael iba a ir a un macroconcierto de Queen en el Forum de los Angeles. No le importaba que le acompañase. Él tenía que ir. Freddie (el difunto Freddie Mercury, que murió de sida en noviembre de 1991) le había estado llamando toda la semana. De verdad tenía que ir…
Caía el atardecer cuando salimos para el concierto y Michael y su guardaespaldas Bill Bray atravesaron los setos del jardín hacia una limusina que les estaba esperando. Pensé que exageraban un poco… aquello fue meses antes de que ganase una popularidad monstruosa con su Thriller. Pero descubrieron a las chicas antes de que yo las oyese o las viese y se precipitaron al interior del coche mientras una maraña erizada de uñas rojas se estrellaba contra las ventanillas.
-¡Ciérrala- me chilló Michael, señalando un panel que tenía a mis pies. Entendido como soy en limusinas, lo que hice fue apretar el botón del tragaluz. Antes de que se hubiera abierto hasta la mitad, entraron los brazos, que se movieron amenazantes a ciegas.
“Hiiiiiiiiiiii” el agudo chillido atrajo a las habitantes de pelo azul de las casitas vecinas, que atisbaban desde detrás de sus cortinas. Bill Bray se retorcía hacia atrás desde su asiento delantero, empujando hacia fuera los dedos con sorprendente suavidad. Michael se tronchaba de risa. Yo estaba paralizado de miedo, buscando a Billie Jean en aquellos rostros congestionados que se adherían a las ventanillas.
Cuando por fin arrancamos, me volví para mirar a Michael. Se había “vestido” para aquella velada en público con unos vaqueros y una americana de rizo de color turquesa, mocasines negros y sólo una pizca de colorete. Aquel Michael previo al éxito tenía un aspecto magnífico…un saludable, apuesto y robusto afroamericano.
Nos detuvimos para recoger al único amigo fiel de Michael –un joven esquiador rubio que era entonces su compañero de predicación de los Testigos de Jehová- y que no es más que un pobre infeliz. Cuando Bray nos condujo al camerino de Mercury, los dos muchachos se quedaron atrás hasta que el fabuloso Freddie se acercó saltando como un ganso mareado y estuvo a punto de aplastar al pequeño Mike en un abrazo. Cayeron sobre su enorme baúl, que, al abrirse, soltó una monstruosa avalancha de suspensorios de Freddie, que eran de tamaño familiar. Michael se quedó boquiabierto.
-Oooooh, Freddie. ¿Qué son?
Un casco dorado de fútbol americano cayó rodando y fue a detenerse sobre la pila de protectores genitales.
-El rock and roll es cosa de hombres, hermanito- vociferó Freddie.
Michael sonrió y quiso saber si de verdad su anfitrión había pasado su último cumpleaños colgado desnudo de una lámpara. El esquiador se ruborizó. Nos lo estuvimos pasando genial hasta que el entrenador de Freddie le llamó para una sesioncita de ejercicio dorsal antes de la actuación.
No vimos demasiado del concierto. Las cosas volvieron a ponerse feas cuando Michael fue reconocido en aquella oscuridad. Manos, comentarios y miradas nos rodearon. Cuando empezó a llovernos sobre las cabezas un líquido no identificado, Bray se levantó.
-Ya está bien. Nos vamos.
Pasamos más tiempo juntos: en el estudio con Quincy Jones, paseando por la inacabada mansión del placer de Michael y visitando su colección de animales salvajes. Hacia el final, mientras estábamos dándole el biberón a sus dos cervatillos gemelos, se volvió de súbito y me miró a los ojos. Por fin.
-¿Sabes una cosa? Tú no eres mejor de lo que soy yo. Quiero decir… eres igual de furtivo.
-¿De donde has sacado eso?
-Tu bailas en público. Claro que lo haces, por toda tu página de Rolling Stone. También tú necesitas actuar. Pero cuando lo has hecho puedes correr a esconderte. Nadie te persigue.
Michael me dejó de piedra. Se echó a reír y me puso una mano en el hombro.
-Créeme lo que te digo… no sabes lo afortunado que eres.
-----CONTINUARÁ------