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La señora Herta Daeubler-Gmelin, Ministra de Justicia de Alemania, acaba de renunciar. Virtualmente cayó de su alto cargo a causa de la tempestad internacional que desató al comparar al Presidente George W. Bush con Adolfo Hitler. La Casa Blanca reclamó su cabeza y, no contenta con obtenerla, sigue lanzando rayos y centellas contra el gobierno de Berlín al acusarlo, por boca de Donald Rumsfield, Secretario de Defensa, de "haber envenenado las relaciones germano-estadunidenses".
Para los tres halcones imperiales -Bush, Cheney y Rumsfeld- que dominan en el cielo del mundo, cualquier gesto de soberanía nacional constituye un crimen de lesa majestad. En estos días lo es, por ejemplo, resistir la arremetida norteamericana contra Irak, como lo hace el gobierno alemán, ahora reforzado con el resonante triunfo electoral del 22 de septiembre, en que el Canciller Schroeder se alzó con la victoria respaldado por un crecido partido de los Verdes, severos críticos, uno y otro, del febril belicismo de Washington.
La decapitada ministra apenas hizo algo más que expresar en voz alta lo que piensa la mayoría de la humanidad, incluidos los 4.000 académicos, escritores, artistas y líderes religiosos de los Estados Unidos, que publicaron recientemente en The New York Times una vibrante carta en que condenan al régimen belicoso y represivo de Bush. Entre los firmantes figuran famosos como Jane Fonda, Oliver Stone, Noam Chosky, Martín Luther King III, Susan Sarandon.
Es que el fantasma de Hitler pasea a sus anchas en los oscuros sótanos de la Casa Blanca y el Pentágono. Basta, si no, rememorar las delirantes sentencias lanzadas por Bush luego del fatídico 11 de Septiembre, como aquella "si no están con nosotros están contra nosotros", complementada con su doctrina de la "justicia infinita", que reduce a Dios al subalterno papel de copiloto de las naves de guerra norteamericanas.
No todo es cuestión de frases y lemas. Como muestra de esa "justicia infinita" Afganistán fue convertido en polvo de cementerio y sus sobrevivientes arrojados hacia atrás en los siglos, a la era de las cavernas. Todo bajo la justificación de acabar con Usama Ben Laden que, al parecer, todavía anda por allí muy vivo entre un montón de muertos, que incluye un número prudentemente escondido de soldados norteamericanos.
Para más, si Goebbels, el célebre Ministro de Propaganda de Hitler, llegó a decir "Cuando oigo la palabra cultura saco mi pistola", Bush lo emula con ventaja al proclamar, aunque con otras palabras, "Oigo la palabra soberanía y saco mis misiles". Por eso declara olímpicamente que en adelante, nunca, nadie, bajo ninguna circunstancia le "arrebatará la hegemonía mundial a los Estados Unidos".
Apartheid racial y religioso también habemus. Si Hitler persiguió y exterminó masivamente al pueblo judío, Bush ha universalizado el discrimen contra árabes y musulmanes, aun si se trata de ciudadanos perfectamente norteamericanos. Del clásico y ostentoso linchamiento de negros, en Estados Unidos se ha pasado al silenciado linchamiento de cualquier barbudo que recuerde las barbas de Mahoma. Y más todavía: Washington sostiene y protege a Ariel Sharon, el genocida israelí que ha convertido el sionismo en nazionismo, por su obsesión en erradicar del planeta al pueblo palestino.
Igualmente, siguiendo las huellas de Hitler, campos de concentración también habemus. Nada menos que en suelo de América Latina, en la Base Naval de Guantánamo, arrancada a la soberanía de Cuba a raíz de la Guerra Hispanoamericana, declarada por Washington contra España en 1898. Campos de concentración con prisioneros de guerra fusilados en masa, como ocurrió en Afganistán, o encadenados y vendados permanentemente, como en Guantánamo, sin que nadie pueda penetrar las alambradas para hacer valer ningún derecho humano. Ni la Onu ni la Cruz Roja, ni esa Oea siempre lista a los edictos de Su Majestad.
Decimos Guantánamo y tocamos candela, porque la mención de aquel desdichado territorio nos conduce al episodio histórico de la voladura del Maine, acorazado norteamericano surto en la Bahía de La Habana, víctima de una gigantesca explosión de la que se acusó a España, pero que medios políticos y periodísticos de los propios Estados Unidos ubicaron entre las siniestras y ocultas maniobras intervencionistas de Washington. La voladura ocurrió a las 10 de la mañana del 15 de Febrero de 1898. Pereció la tripulación, compuesta por 260 marines, pero se salvaron el capitán Sygsbee y demás oficiales, que habían desembarcado horas antes.
La histeria antiespañola se apoderó de la población norteamericana, movida en sus resortes patrióticos por una estridente campaña que tuvo por lema "Recordemos el Maine". La guerra terminó con la esperada derrota de la declinante España colonialista, que se vio forzada a entregar a los vencedores nada menos que Puerto Rico y Filipinas, a la vez que dio paso a la ocupación militar de Cuba por las tropas yanquis, frustrando la Revolución de Independencia, prácticamente ya ganada por la heroica Isla contra el yugo hispánico.
En este punto ninguna inspiración es atribuible a Hitler, pues Hitler vino medio siglo después. Más bien podría ser el caso que Hitler se inspiró en el Maine para organizar su propia provocación de grandes proporciones, cuando mandó incendiar en 1933 el edificio del Reichstage, el parlamento alemán, acusando del hecho al "terrorismo comunista" y a supuestos agentes de la Unión Soviética.
Si damos un salto en el tiempo desde la Bahía de La Habana hasta el Golfo de Tonkín, en la Península indochina, nos encontramos con otra provocación gigantesca urdida por la Casa Blanca y el Pentágono contra su propia flota naval, para dar paso inmediatamente al ingreso masivo de los Estados Unidos en la Guerra de Viet Nam, bajo el señuelo de defender la vida y las propiedades norteamericanas, supuestamente amenazadas por el Gobierno de Ho Chi Min, ubicado en el norte del país.
Los crímenes cometidos por los norteamericanos en Viet Nam en nada le piden favor a los de Hitler. Basta recordar la masacre de My Lai, la aldea vietnamita donde fue ejecutada toda la población civil -ancianos, mujeres y niños- por las tropas invasoras. El acto genocida se guardó con celoso secreto pero poco después fue revelado al mundo por un periodista norteamericano, Seymour Hersh.
El carácter provocador y genocida de los poderes norteamericanos ha motivado siempre intensos debates dentro del país, como el que se diera hace poco a propósito de una película filmada al costo de 150 millones de dólares para relatar la agresión del 7 de Diciembre de 1941, cuando la aviación japonesa atacó y destruyó la enorme base naval que los Estados Unidos habían establecido en Pearl Harbour, una de las islas de Hawai.
Según medios críticos de los Estados Unidos, el film atenúa la monstruosidad de la acción japonesa y, a la vez, deja de lado la discutida responsabilidad del Presidente Roosevelt y del Almirantazgo yanqui en ese hecho de sangre. Responsabilidad que radicaría en el ocultamiento de la información que previamente tuvo Washington sobre la proximidad del asalto japonés, gracias al descifrado de mensajes en clave cursados entre Tokio y la Embajada nipona en Washington. Así lo afirman los periodistas norteamericanos Jonathan Vankin y John Whalen en su libro "Las grandes conspiraciones de nuestro tiempo", publicado por primera vez en 1995 y reeditado varias veces. En respaldo de sus aseveraciones, los autores citan varias fuentes, entre ellas las declaraciones del Almirante Robert Theobald, 1954, en que asegura que el silenciamiento del gobierno sobre la esperada operación bélica tuvo por objeto incentivar el apoyo del pueblo, reacio siempre a intervenciones guerreristas. Una frase contundente de Theobald expresa: "Este fue un problema del Presidente que los habría convencido (a los jefes militares) de que era necesario actuar deshonrosamente por el bien de la nación". Un acto deshonroso que costó la vida de 4.500 marinos norteamericanos y que da pie al irónico comentario de la revista Newseek acerca del mencionado film, cuando afirma que éste "ignora sabiamente las opiniones de que el Presidente Franklin Delano Roosevelt permitió el ataque japonés para justificar su ingreso a la guerra".
Los delirios hitlerianos de Bush y sus comparsas hoy apuntan contra Irak, bajo la cubierta de la "guerra preventiva", propugnada abiertamente. Es decir, matar a otros porque seguramente piensan matarnos a nosotros; destruirlos para que no intenten destruirnos. Claro que el objetivo principal de controlar la segunda reserva petrolera del mundo que posee Irak (120 mil millones de barriles), después de Arabia Saudita no lo proclaman los altavoces del imperio, como tampoco señalaron nunca que la destrucción de Afganistán, so pretexto de acabar con Usama Ben Laden, tuvo por finalidad número uno acceder a las inacabables reservas petroleras, aún inexplotadas, del Mar Caspio.
En cuanto a los designios norteamericanos sobre América Latina y el Caribe, el vasto repertorio es anterior a Hitler y actualmente neoliberal y neohitleriano. Basta ver que los cañones del Plan Colombia apuntan a la Alianza del Mal en el continente, como ya se califica a la supuesta entente de Castro-Chávez-FARC-Lula, forjada en la delirante mente del Imperio aun antes del triunfo electoral del líder brasileño.
Cierto que, pese a tan poco recomendables antecedentes, es insensato suponer que el atentado del 11 de Septiembre fue urdido por Washington, por más que a la hora cero de la voladura de las Torres Gemelas ninguno de los tres grandes halcones se hallaba en sus nidos de la Casa Blanca y el Pentágono. Cierto que es insensato, pero cuando el río suena...torres trae. En todo caso, diplomáticos israelíes han aseverado públicamente que el Mossad, la CIA de Israel, proporcionó oportunamente informes a la Casa Blanca sobre la posible voladura de grandes torres norteamericanas por parte de los terroristas, aunque las ubicaba en otras latitudes del país. Y cierto también que hoy se conoce por la prensa estadounidense que tanto el FBI como la CIA informaron que los terroristas proyectaban estrellar aviones contra las Torres Gemelas, con la única circunstancia diferente de que las naves procederían de otros países.
Ahora esperemos que Washington encuentre bombas atómicas ocultas bajo la cama de Saddam Hussein, y tendremos en vivo y directo La Guerra de las Galaxias pulverizando el planeta.
Para los tres halcones imperiales -Bush, Cheney y Rumsfeld- que dominan en el cielo del mundo, cualquier gesto de soberanía nacional constituye un crimen de lesa majestad. En estos días lo es, por ejemplo, resistir la arremetida norteamericana contra Irak, como lo hace el gobierno alemán, ahora reforzado con el resonante triunfo electoral del 22 de septiembre, en que el Canciller Schroeder se alzó con la victoria respaldado por un crecido partido de los Verdes, severos críticos, uno y otro, del febril belicismo de Washington.
La decapitada ministra apenas hizo algo más que expresar en voz alta lo que piensa la mayoría de la humanidad, incluidos los 4.000 académicos, escritores, artistas y líderes religiosos de los Estados Unidos, que publicaron recientemente en The New York Times una vibrante carta en que condenan al régimen belicoso y represivo de Bush. Entre los firmantes figuran famosos como Jane Fonda, Oliver Stone, Noam Chosky, Martín Luther King III, Susan Sarandon.
Es que el fantasma de Hitler pasea a sus anchas en los oscuros sótanos de la Casa Blanca y el Pentágono. Basta, si no, rememorar las delirantes sentencias lanzadas por Bush luego del fatídico 11 de Septiembre, como aquella "si no están con nosotros están contra nosotros", complementada con su doctrina de la "justicia infinita", que reduce a Dios al subalterno papel de copiloto de las naves de guerra norteamericanas.
No todo es cuestión de frases y lemas. Como muestra de esa "justicia infinita" Afganistán fue convertido en polvo de cementerio y sus sobrevivientes arrojados hacia atrás en los siglos, a la era de las cavernas. Todo bajo la justificación de acabar con Usama Ben Laden que, al parecer, todavía anda por allí muy vivo entre un montón de muertos, que incluye un número prudentemente escondido de soldados norteamericanos.
Para más, si Goebbels, el célebre Ministro de Propaganda de Hitler, llegó a decir "Cuando oigo la palabra cultura saco mi pistola", Bush lo emula con ventaja al proclamar, aunque con otras palabras, "Oigo la palabra soberanía y saco mis misiles". Por eso declara olímpicamente que en adelante, nunca, nadie, bajo ninguna circunstancia le "arrebatará la hegemonía mundial a los Estados Unidos".
Apartheid racial y religioso también habemus. Si Hitler persiguió y exterminó masivamente al pueblo judío, Bush ha universalizado el discrimen contra árabes y musulmanes, aun si se trata de ciudadanos perfectamente norteamericanos. Del clásico y ostentoso linchamiento de negros, en Estados Unidos se ha pasado al silenciado linchamiento de cualquier barbudo que recuerde las barbas de Mahoma. Y más todavía: Washington sostiene y protege a Ariel Sharon, el genocida israelí que ha convertido el sionismo en nazionismo, por su obsesión en erradicar del planeta al pueblo palestino.
Igualmente, siguiendo las huellas de Hitler, campos de concentración también habemus. Nada menos que en suelo de América Latina, en la Base Naval de Guantánamo, arrancada a la soberanía de Cuba a raíz de la Guerra Hispanoamericana, declarada por Washington contra España en 1898. Campos de concentración con prisioneros de guerra fusilados en masa, como ocurrió en Afganistán, o encadenados y vendados permanentemente, como en Guantánamo, sin que nadie pueda penetrar las alambradas para hacer valer ningún derecho humano. Ni la Onu ni la Cruz Roja, ni esa Oea siempre lista a los edictos de Su Majestad.
Decimos Guantánamo y tocamos candela, porque la mención de aquel desdichado territorio nos conduce al episodio histórico de la voladura del Maine, acorazado norteamericano surto en la Bahía de La Habana, víctima de una gigantesca explosión de la que se acusó a España, pero que medios políticos y periodísticos de los propios Estados Unidos ubicaron entre las siniestras y ocultas maniobras intervencionistas de Washington. La voladura ocurrió a las 10 de la mañana del 15 de Febrero de 1898. Pereció la tripulación, compuesta por 260 marines, pero se salvaron el capitán Sygsbee y demás oficiales, que habían desembarcado horas antes.
La histeria antiespañola se apoderó de la población norteamericana, movida en sus resortes patrióticos por una estridente campaña que tuvo por lema "Recordemos el Maine". La guerra terminó con la esperada derrota de la declinante España colonialista, que se vio forzada a entregar a los vencedores nada menos que Puerto Rico y Filipinas, a la vez que dio paso a la ocupación militar de Cuba por las tropas yanquis, frustrando la Revolución de Independencia, prácticamente ya ganada por la heroica Isla contra el yugo hispánico.
En este punto ninguna inspiración es atribuible a Hitler, pues Hitler vino medio siglo después. Más bien podría ser el caso que Hitler se inspiró en el Maine para organizar su propia provocación de grandes proporciones, cuando mandó incendiar en 1933 el edificio del Reichstage, el parlamento alemán, acusando del hecho al "terrorismo comunista" y a supuestos agentes de la Unión Soviética.
Si damos un salto en el tiempo desde la Bahía de La Habana hasta el Golfo de Tonkín, en la Península indochina, nos encontramos con otra provocación gigantesca urdida por la Casa Blanca y el Pentágono contra su propia flota naval, para dar paso inmediatamente al ingreso masivo de los Estados Unidos en la Guerra de Viet Nam, bajo el señuelo de defender la vida y las propiedades norteamericanas, supuestamente amenazadas por el Gobierno de Ho Chi Min, ubicado en el norte del país.
Los crímenes cometidos por los norteamericanos en Viet Nam en nada le piden favor a los de Hitler. Basta recordar la masacre de My Lai, la aldea vietnamita donde fue ejecutada toda la población civil -ancianos, mujeres y niños- por las tropas invasoras. El acto genocida se guardó con celoso secreto pero poco después fue revelado al mundo por un periodista norteamericano, Seymour Hersh.
El carácter provocador y genocida de los poderes norteamericanos ha motivado siempre intensos debates dentro del país, como el que se diera hace poco a propósito de una película filmada al costo de 150 millones de dólares para relatar la agresión del 7 de Diciembre de 1941, cuando la aviación japonesa atacó y destruyó la enorme base naval que los Estados Unidos habían establecido en Pearl Harbour, una de las islas de Hawai.
Según medios críticos de los Estados Unidos, el film atenúa la monstruosidad de la acción japonesa y, a la vez, deja de lado la discutida responsabilidad del Presidente Roosevelt y del Almirantazgo yanqui en ese hecho de sangre. Responsabilidad que radicaría en el ocultamiento de la información que previamente tuvo Washington sobre la proximidad del asalto japonés, gracias al descifrado de mensajes en clave cursados entre Tokio y la Embajada nipona en Washington. Así lo afirman los periodistas norteamericanos Jonathan Vankin y John Whalen en su libro "Las grandes conspiraciones de nuestro tiempo", publicado por primera vez en 1995 y reeditado varias veces. En respaldo de sus aseveraciones, los autores citan varias fuentes, entre ellas las declaraciones del Almirante Robert Theobald, 1954, en que asegura que el silenciamiento del gobierno sobre la esperada operación bélica tuvo por objeto incentivar el apoyo del pueblo, reacio siempre a intervenciones guerreristas. Una frase contundente de Theobald expresa: "Este fue un problema del Presidente que los habría convencido (a los jefes militares) de que era necesario actuar deshonrosamente por el bien de la nación". Un acto deshonroso que costó la vida de 4.500 marinos norteamericanos y que da pie al irónico comentario de la revista Newseek acerca del mencionado film, cuando afirma que éste "ignora sabiamente las opiniones de que el Presidente Franklin Delano Roosevelt permitió el ataque japonés para justificar su ingreso a la guerra".
Los delirios hitlerianos de Bush y sus comparsas hoy apuntan contra Irak, bajo la cubierta de la "guerra preventiva", propugnada abiertamente. Es decir, matar a otros porque seguramente piensan matarnos a nosotros; destruirlos para que no intenten destruirnos. Claro que el objetivo principal de controlar la segunda reserva petrolera del mundo que posee Irak (120 mil millones de barriles), después de Arabia Saudita no lo proclaman los altavoces del imperio, como tampoco señalaron nunca que la destrucción de Afganistán, so pretexto de acabar con Usama Ben Laden, tuvo por finalidad número uno acceder a las inacabables reservas petroleras, aún inexplotadas, del Mar Caspio.
En cuanto a los designios norteamericanos sobre América Latina y el Caribe, el vasto repertorio es anterior a Hitler y actualmente neoliberal y neohitleriano. Basta ver que los cañones del Plan Colombia apuntan a la Alianza del Mal en el continente, como ya se califica a la supuesta entente de Castro-Chávez-FARC-Lula, forjada en la delirante mente del Imperio aun antes del triunfo electoral del líder brasileño.
Cierto que, pese a tan poco recomendables antecedentes, es insensato suponer que el atentado del 11 de Septiembre fue urdido por Washington, por más que a la hora cero de la voladura de las Torres Gemelas ninguno de los tres grandes halcones se hallaba en sus nidos de la Casa Blanca y el Pentágono. Cierto que es insensato, pero cuando el río suena...torres trae. En todo caso, diplomáticos israelíes han aseverado públicamente que el Mossad, la CIA de Israel, proporcionó oportunamente informes a la Casa Blanca sobre la posible voladura de grandes torres norteamericanas por parte de los terroristas, aunque las ubicaba en otras latitudes del país. Y cierto también que hoy se conoce por la prensa estadounidense que tanto el FBI como la CIA informaron que los terroristas proyectaban estrellar aviones contra las Torres Gemelas, con la única circunstancia diferente de que las naves procederían de otros países.
Ahora esperemos que Washington encuentre bombas atómicas ocultas bajo la cama de Saddam Hussein, y tendremos en vivo y directo La Guerra de las Galaxias pulverizando el planeta.