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Mitificados, llevados a los altares de cartón que tanto se llevan hoy en día están los periodistas del couché barato que copan la sobremesa, la bajomesa y los sotanos de la dignidad.
Mientras ellos, los que duermen con un ojo cerrado, los que oyen bombazos que nada tienen que ver con un nuevo desnudo de la Berrocal se parten el alma en esos hoteles por los que, cada noche, rezan en aras de que no sean confundidos con centros logísticos y de armamento. Ellos, con hijos, esposas y sentimientos, han decidido que las ruedas de prensa, los parlamentos, oficinas y ayuntamientos no son el motor de su trabajo; el miedo y la tinta, la sangre y el sentimiento, la vida y la profesión son los binomios que los hacen salir victoriosos de la batalla moral que, día a día, viven a unos cuántos de miles de kilómetros de sus hogares. Ellos, bustos parlantes que sienten y padecen, que llevan ya algunas semanas comiendo lo primero que pueden pillar y beben algo parecido al agua tras potabilizarla no tienen nada que ganar en esta guerra que no sea el orgullo de haber intentado informar de la forma más veraz posible, mientras el polvo, la arena y el humo les hacen olvidar lo que es respirar sin pensar en lo que entra en tus pulmones.
Y es que ir a cubrir la guerra para un medio suena bonito, arriesgado, atractivo, intimidatorio y con toda la erótica de quien estará en una posición privilegiada. Es algo así como llegar a ser presidente del gobierno pero en el humilde mundo del periodista. Es saberse acreedor de muchos ojos mirándote y del mismo número de oídos (sopena de vizcos y sordos, como los que dejará esta guerra, en igual o mayor número que lisiados de diversa índole y gravedad) que creen a pies juntillas todo lo que dices. Es saber que por la tarde, en el trabajo, en la tienda, en la calle o en una cafetería, la gente repetirá lo que has dicho y será tu eco durante horas. Hablarán de las bombas inteligentes que, paradojas de la vida, nadie sabe de dónde les viene el adjetivo porque el sustantivo ya las autocalifica como torpes.
Por ellos, por Juan Cierco, Enrique Serbeto, la "Niña" Rodicio, Jon Sistiaga, Mercedes Gallego y todos aquellos que han decidido jugarse una vez más la vida para que tengamos menos mentiras en la caja tonta, escribo estas líneas.
Por último, un "No a la guerra" y un sí a que se solucionen los problemas en Oriente Próximo y Oriente Medio y a que las personas aprendan a hacer juicios sin prejuicios. A que se recuerden todas las batallas sin cerrar de este planeta, a las guerrillas de sudamérica, a la cantidad de meses que nadie hizo nada en Kosovo y a los estragos de Stalin, Hitler, y otros que, otrora, ya demostraron lo peligroso que es tener a un loco en el poder.
Sin más, un saludo a todos y sirva esto de homenaje a quienes nos hacen llegar las noticias día a día.
Mientras ellos, los que duermen con un ojo cerrado, los que oyen bombazos que nada tienen que ver con un nuevo desnudo de la Berrocal se parten el alma en esos hoteles por los que, cada noche, rezan en aras de que no sean confundidos con centros logísticos y de armamento. Ellos, con hijos, esposas y sentimientos, han decidido que las ruedas de prensa, los parlamentos, oficinas y ayuntamientos no son el motor de su trabajo; el miedo y la tinta, la sangre y el sentimiento, la vida y la profesión son los binomios que los hacen salir victoriosos de la batalla moral que, día a día, viven a unos cuántos de miles de kilómetros de sus hogares. Ellos, bustos parlantes que sienten y padecen, que llevan ya algunas semanas comiendo lo primero que pueden pillar y beben algo parecido al agua tras potabilizarla no tienen nada que ganar en esta guerra que no sea el orgullo de haber intentado informar de la forma más veraz posible, mientras el polvo, la arena y el humo les hacen olvidar lo que es respirar sin pensar en lo que entra en tus pulmones.
Y es que ir a cubrir la guerra para un medio suena bonito, arriesgado, atractivo, intimidatorio y con toda la erótica de quien estará en una posición privilegiada. Es algo así como llegar a ser presidente del gobierno pero en el humilde mundo del periodista. Es saberse acreedor de muchos ojos mirándote y del mismo número de oídos (sopena de vizcos y sordos, como los que dejará esta guerra, en igual o mayor número que lisiados de diversa índole y gravedad) que creen a pies juntillas todo lo que dices. Es saber que por la tarde, en el trabajo, en la tienda, en la calle o en una cafetería, la gente repetirá lo que has dicho y será tu eco durante horas. Hablarán de las bombas inteligentes que, paradojas de la vida, nadie sabe de dónde les viene el adjetivo porque el sustantivo ya las autocalifica como torpes.
Por ellos, por Juan Cierco, Enrique Serbeto, la "Niña" Rodicio, Jon Sistiaga, Mercedes Gallego y todos aquellos que han decidido jugarse una vez más la vida para que tengamos menos mentiras en la caja tonta, escribo estas líneas.
Por último, un "No a la guerra" y un sí a que se solucionen los problemas en Oriente Próximo y Oriente Medio y a que las personas aprendan a hacer juicios sin prejuicios. A que se recuerden todas las batallas sin cerrar de este planeta, a las guerrillas de sudamérica, a la cantidad de meses que nadie hizo nada en Kosovo y a los estragos de Stalin, Hitler, y otros que, otrora, ya demostraron lo peligroso que es tener a un loco en el poder.
Sin más, un saludo a todos y sirva esto de homenaje a quienes nos hacen llegar las noticias día a día.
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