Michael Jackson: el concierto que paralizó Canarias
Se cumplen 30 años del histórico concierto del Rey del Pop en Tenerife
26 de septiembre de 1993, pasan poco más quince minutos de las diez de la noche. De pronto y sin avisar, una gran fumarola de humo explota en el aire de Tenerife. Cincuenta mil almas gritan, el humo se disipa y deja entrever la figura del ídolo cuya corte rinde pleitesía. Rígido como una estatua, emerge Michael Jackson rey de reyes, sumo pontífice del Pop. Miles de fans gritan al unísono en adoración extrema a la figura hagiográfica, que continua en mitad del escenario inerte y sin apenas mover una ceja.
Caen las lágrimas, las lipotimias comienzan a sobrevolar nuestras cabezas. Hace calor, mucho calor, una sensación de asfixia hace que intente refrescarme con el último trago a un botellín de agua caliente que solo me sabe a madrugón, a sudor, a doce horas de espera bajo el sol, a una avalancha de locura y a sueño cumplido.
Pienso durante un instante que quiero salir de allí, maldigo la hora que decidí acercarme tanto al santo epicentro de la música mundial en aquel mes de septiembre del año en el que comenzaría a cursar segundo de BUP sin percibir con claridad qué es lo que quería ser en mi vida, sin conocerme, pero sintiéndome orgulloso de ser un iluso al que por aquel entonces la música había salvado. Mis ansias aún desconocían que aquel crío, proyecto de productor musical escuálido del futuro, acabaría fracasando en el intento.
Pero allí seguía Michael, sin pestañear y yo, ¡Pero muévete chico!, de pronto su cabeza gira hacia el otro lado, la gente enloquece. Yo sé que ya falta poco para que todo explote mientras he podido mitigar mi angustia. Tan solo unos segundos después Jacko, se quita lentamente sus gafas de aviador, las lanza hacia un costado y explota el tema Jam, comienza un terremoto a mi alrededor, no encuentro espacio para respirar y exhalar el aliento de ese momento eterno. Me da igual, ya estoy lo suficientemente empapado para preocuparme por ello.
Michael Jackson ofrecía esa noche su concierto de la gira Dangerous Tour en Europa y era en Tenerife. Nunca imaginamos que aquello pudiera suceder en nuestras vidas, y menos en una isla de la periferia europea, pero sucedió.
La llegada a la isla
Todo había comenzado un año antes cuando Pepe Chiyab, por aquel entonces concejal de Juventud del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, tuvo la suerte de participar en una cena en la que no debía de estar invitado, según cuenta él mismo con sus propias palabras. Fue esa noche en Londres cuando se fraguó la posibilidad real de que Michael Jackson visitara Tenerife, ya que, en España, la ciudad de Sevilla se había caído. Dicho y hecho se pusieron a trabajar y junto a la empresa Dorna, titular de los derechos del Rey del Pop en España y la empresa tinerfeña Oye Producciones, invirtieron 300 millones de las antiguas pesetas para hacer el sueño realidad.Por aquel entonces Guillermo García más conocido como «Willy» y famoso locutor de los 40 principales en Tenerife, fue elegido para ser «La voz oficial» de cara a la promoción del concierto. «Cuando me lo dijeron pensé si era verdad o no», me comenta por teléfono. «Para la ciudad fue algo histórico y abrió la puerta a que otros artistas de nombre nos visitaran».
Willy también narró en directo la llegada de Michael al Aeropuerto de Tenerife norte. Allí cientos de fans esperaban ansiosos y ansiosas con banderas y camisetas la llegada del hijo pródigo que aterrizó alrededor de las cuatro de la tarde procedente de Turquía. A los pies del avión le esperaban una niña y un niño ataviados con el traje folclórico y típico del municipio La Orotava, que le entregaron un ramo de flores. Michael les dio un cariñoso beso y posó unos minutos con ellos. Uno de aquellos dos retoños era el propio hijo de Pepe Chiyab.
Michael ya estaba en la isla y todo se había paralizado. Su madre viajaba en el séquito, al igual que dos niños que no se separaron en ningún momento de él. La furgoneta donde se trasladó la escoltaban doce policías según rezan las crónicas periodísticas de aquel año. Veinticinco kilómetros separaban el aeropuerto de su destino final: El Hotel Botánico en el Puerto de la Cruz, mi ciudad de nacimiento.
Y fue allí apenas a medio kilómetro de mi casa donde le vi por primera vez. En el exterior del hotel esperaban al menos mil fans enfervorecidos, medios de comunicación, periodistas, fotógrafos y policías que saltaron al unísono cuando Michael salió a saludar a la terraza de la suite donde se hospedaba. Un recinto de 150 metros cuadrados y un coste de setenta mil pesetas la noche. Fue extraño, pero en ese instante mantuve la calma y básicamente me dediqué a observar cómo Michael balanceaba su mano para saludar y conversaba con los dos niños que le acompañaban señalando hacia nosotros, como si fuéramos los auténticos protagonistas del espectáculo. Al menos una hora se mantuvo allí el grueso de los fans para los que Michael había salido a saludar al menos en cuatro ocasiones. Ese instante y aquella figura de color naranja con sombrero negro y gafas acristaladas, lograron que sintiera que el tiempo se detenía. En ese instante supe con total seguridad que aquello no se volvería a repetir jamás en mi vida.
Cara a cara con Michael
La estancia de Michael Jackson en Tenerife se nutrió de otra curiosidad. Aquella misma tarde, a última hora, Michael decidió ir a comprar discos a una pequeña tienda situada en el centro del Puerto de la Cruz, apenas a 100 metros de mi casa. Cuentan las lenguas que lo vivieron que fue una equivocación, ya que se suponía que la estrella tenía que visitar la tienda de Discos Manzana que promocionaba el concierto y era uno de los puntos de venta de entradas. Sin embargo, Michael eligió o le trasladaron a una pequeña tienda de discos situada unos doscientos metros más allá de la de Manzana, en el paseo San Telmo. La tienda se llamaba Fresi Disco.En un instante los alrededores se convirtieron en un hervidero de personas. Abdel que por aquel entonces tenía treinta años se encontró casi por casualidad con aquella situación: «En esa época tenía mucha amistad con Robert y Richard, que eran los dueños de la tienda. Precisamente ese sábado a Robert le tocaba trabajar de tarde. Yo normalmente solía estar allí escuchando las últimas novedades musicales que llegaban a la tienda, pero ese día Robert me llama para decirme que se encontraba un poco mal y que tenía que ir al baño y que si yo podía ir a atender el mostrador para que no tuviera que cerrar. Estando en el mostrador, se me presenta un señor muy bien vestido, americano pero de origen cubano diría yo, y entonces me dice que el señor Michael Jackson tenía pensado ir a hacer unas compras y que si no me importaba cerrar las puertas mientras él estuviera dentro, así que tuve que tomar la decisión yo prácticamente y le respondí que sí. Cuando Robert vuelve del baño le cuento lo que acababa de pasar y su cara se desencaja totalmente y me dice que me quede allí. Entonces, de repente vemos llegar a cuatro gorilas literalmente, porque eran enormes y de origen afroamericano y entraron prácticamente en peso a Michael Jackson a la tienda. Cerraron las puertas a cal y canto, se marcharon para afuera y nos quedamos allí dentro cuatro personas: Robert, Michael Jackson, su representante y yo. Michael nos hizo entonces una reverencia con la cabeza y nos dijo un tímido »Hi«, nosotros le dijimos hola. Robert, el dueño, estaba ensimismado porque no acababa de creérselo y Michael empezó a dar vueltas por la tienda, que era muy pequeñita. Compró varios posters de Disney y mucha música infantil y algún disco que otro de Queen. Luego se acercó y nos comentó si teníamos más cosas infantiles porque las quería para un hospitalito de niños. Después de esto le dije a Robert que le pidiera un autógrafo a lo que Michael a través del pertinente permiso a su representante aceptó, sacamos un papelito y lo firmó. Luego su representante tocó el cristal de la entrada, los cuatro seguratas entraron y entonces Michael se arrodilló, lo cogieron y salieron corriendo hacia el coche en el que había venido a pocos metros de la tienda. Una vez se marcharon la gente empezó a entrar a la tienda para hacernos todo tipo de preguntas. Yo intenté mantener la calma mientras le decía a Robert que tenía que irme ya, pero Robert no podía ni hablar porque no terminaba de creérselo.»
Así lo relata Abdel. Recuerdo que ese autógrafo estuvo expuesto en el escaparate de la tienda durante muchos años después. Lo veía todos los días porque era tránsito directo de camino a mi propia casa.