nkingdon
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Este articulo esta interesante, les pido que si tienen un tiempo libre lo lean, le puede pasar a cualquiera:
Casada y embarazada, la última persona en la mente de Norma G. era su ex novio. Pero cuando ella resultó positiva en la prueba del VIH -y su marido no- descubrió que su ex novio le había ocultado un terrible secreto.
Contagiada por su novio
Aunque muy difundida en la comunidad afroamericana, la idea de que a los hombres "les haga agua la canoa" -es decir, que llevan una doble vida secreta en la que engañan a sus novias o esposas con otros hombres- ha sido poco comentada entre los latinos. De hecho, es difícil encontrar en español una frase equivalente a "down low" debido en parte a que, en nuestra cultura, la homosexualidad es un tabú.
"Constantemente me encuentro con latinos que niegan al principio haber tenido algo que ver con otro hombre", asegura David López, coordinador de extensión y educación del Centro de Servicios sobre SIDA de la Ciudad de Nueva York. "Posteriormente se justifican diciendo, 'Pero nada más lo hice una o dos veces'."
No obstante, esa manera de pensar tiene un alto precio para las mujeres: según informes recientes de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC), el número de latinas que resultan positivas al VIH es mayor que nunca, pues 46 por ciento -más que cualquier otro grupo de mujeres- se han contagiado con este virus mortal al tener relaciones sexuales heterosexuales sin protección.
Norma G. es una de esas mujeres. Norma, una mexicano-americana de tercera generación establecida en Los Angeles, estaba loca por su novio puertorriqueño, Lorenzo, con quien sostuvo relaciones durante cerca de ocho meses en 1998, hasta que se cansó de que él pasara la mayor parte de su tiempo libre en el gimnasio.
Finalmente, Norma contrajo matrimonio con otra persona y olvidó a Lorenzo hasta que, estando embarazada, se enteró de que era seropositiva al VIH. “Me quedé atónita,” recuerda. Esta es, en sus propias palabras, la aterradora historia de Norma:
Tenía 24 años cuando empecé a salir con Lorenzo. ¡Se me hacía tan guapo!, alto, atlético, de aspecto exótico. Pero nuestro gran problema fue que pasaba casi todo su tiempo libre en el gimnasio. Cuando yo me quejaba, él decía, “No. Tengo que ver a mis muchachos.”
Yo sólo había conocido a una persona del gimnasio entre los muchos supuestos amigos que él tenía allí. En cierta ocasión me encaminé hacia ellos cuando estaban sentados en un auto, conversando. En cuanto vieron que me aproximaba, interrumpieron bruscamente la conversación y eso me pareció raro. Sin embargo, en realidad no le di importancia.
Empiezan los malestares
Dos meses después de que Lorenzo y yo terminamos, empecé a enfermarme mucho. Al principio fue una influenza; tuve escalofríos y fiebre muy alta. Caí tres veces al hospital en dos semanas y los médicos sólo me prescribieron antibióticos.
Luego, cierto día, después de haber estado enferma, el pelo se me empezó a caer -a puñados- y eso me espantó muchísimo. El médico me dijo que era una reacción a la fiebre. Nadie imaginaba aún lo que estaba ocurriendo.
Posteriormente, ese mismo año, conocí a mi marido. Noviamos durante un año, nos enamoramos y tuvimos una espléndida boda en 2000. Poco después me diagnosticaron parálisis cerebral de Bell, lo que hizo que la mitad de mi cara estuviera temporalmente insensible. Esas enfermedades tan repentinas y frecuentes empezaron a parecerme raras, pero los médicos me aseguraban que ellos no estaban preocupados, que todo era una coincidencia.
Finalmente, recuperé la sensibilidad de mi rostro y proseguí con mi vida como siempre. En julio de 2002 me enteré de que estaba embarazada. Mi marido y yo estábamos felices. Aunque tenía una hija de mi primer matrimonio, pensé que este segundo hijo sería algo que realmente estrechara los lazos entre mi esposo y yo.
Dos semanas después de hacerme los análisis de sangre que se prescriben normalmente cuando una está embarazada (incluyen la prueba del VIH), mi doctor me pidió que fuera a verlo. Creí que era otra revisión de rutina, pero cuando me pidió que me sentara, supe que algo andaba mal. “Norma,” me dijo, “los resultados de su prueba de VIH resultaron positivos.”
Dejé de respirar. Me sentí como si estuviera en la caricatura de Charlie Brown, cuando se oye la voz de la profesora, “bla, bla, bla.” “¿Está usted bien?” preguntó el doctor, sujetándome por los hombros. “¡Voy a morir!”, grité entre lágrimas. “¡No puedo tener este bebé!” “Existen opciones,” me aseguró él. “Sí puede tener el bebé.” Pero yo estaba totalmente abrumada. Lo único que podía pensar era, ‘Tengo que hablar con mi marido’.
Cuando por fin pude comunicarme con mi esposo por teléfono, a duras penas logré hacerme entender. “¿Qué voy a hacer? ¡Me voy a morir!,” fue lo único que logré decirle. Cuando al fin conseguí pronunciar las palabras ‘tengo VIH’, mi esposo no podía creerlo. Para mi sorpresa, asumió la responsabilidad y me dijo que debió ser él quien me había contagiado.
Después de una noche de insomnio, mi marido y yo nos dirigimos, a primera hora de la mañana, al centro de análisis clínicos expresos de la localidad. Y entonces sucedió lo que menos esperaba en este mundo: los resultados de mi esposo fueron negativos.
La situación era inconcebible. Así que ambos volvimos a hacernos los análisis. Y una vez más. Repetimos la prueba cinco veces. Pero los resultados de él siguieron siendo negativos, y los míos positivos.
Soy de esa clase de personas que tiene que saber exactamente lo que sucede. No me quedo sentada a esperar que algo se haga cargo de mí. Así que me enlacé al Internet y encontré un sitio Web para mujeres con VIH. Los expertos del sitio me recomendaron una clínica local y me afilié a un grupo de apoyo. Creí que sería la única mujer embarazada, pero resultó que había muchas otras mujeres como yo en el grupo.
Mientras yo aprendía a vivir con esta nueva realidad y tomaba medicamentos contra el VIH para no transmitírselo a mi bebé en gestación, mi marido empezó a perder el juicio. Al octavo mes de mi embarazo, empezó a preguntarse si todo esto no sería una invención mía para deshacerme de él. En ese momento me percaté de que estaba en fase de negación. Y en cierta forma lo sigue estando. Puesto que ve que tenemos un hijo saludable y seronegativo al VIH, en alguna parte de su ser duda que yo tenga realmente el virus.
Cuando eres seropositiva, parte de la asesoría consiste en reconstruir tu historia sexual. Cuando les platiqué de las extrañas enfermedades que tuve, me preguntaron con quién había estado saliendo justo antes. Fue entonces cuando lo supe, la imagen de Lorenzo, que pasaba casi todo el tiempo en el gimnasio.
Al principio no hice nada respecto a mis sospechas sobre Lorenzo, pero en septiembre de 2004, mi hermana se topó con él en el barrio. El le pidió decirme que le llamara. Para entonces yo ya quería confrontarlo. Necesitaba salir de dudas, tenía que verlo.
Nos citamos para cenar y al principio él mantuvo la conversación en un plano superficial, recordando el pasado y contándome viejas historias. Yo no me atrevía a tocar el tema. En cierto modo, quería ver si él lo haría. Pero cuando al fin nos sirvieron la cena y él empezó a engullirla simplemente, como si nada ocurriera, me puse furiosa. Pensé para mis adentros: ‘Sé que lo sabes’.
Luego de un rato, me preguntó si alguna vez me había hecho la prueba del VIH. Le respondí, “Sí. Y no la pasé. Tengo el VIH.” Su rostro se demudó. Luego dijo, “De eso quería hablarte. Soy seropositivo.”
“Dime la verdad,” le increpé. “Cuando solías ir al gimnasio, ¿fue ahí donde ocurrió?” “De hecho, estaba viendo a alguien del gimnasio.” Era un hombre, me dijo -pero insistió en que sólo habían tenido relaciones sexuales una o dos veces. “Entonces, ¿eres homosexual?” Le pregunté. “No, no soy homosexual,” dijo. “¡Yo soy hombre!”
Incluso tuvo el descaro de decirme que quería volver a verme -yo lo mandé a volar. “No hay nada que tengamos que decirnos de aquí en adelante. ¡Ya perdí demasiadas cosas por tu culpa!” Le grité. “Nada más quería tener la tranquilidad de saber que fuiste tú, todo el tiempo.” Ahora que sé cómo vivía, su estilo de vida realmente me repugna.
Norma hoy
Han transcurrido tres años [desde mi diagnóstico] y sigo tomando los medicamentos. El VIH no me detendrá; es sólo una pequeña parte de mí. Mi esposo y yo nos separamos -para mí, él es una persona menos por cuyo bienestar tengo que preocuparme. Cuando miro en retrospectiva lo que me ha sucedido en los últimos siete años, a veces me cuesta trabajo creerlo. Yo soy luchadora, tú lo sabes, pero jamás me imaginé que acabaría viviendo con el VIH.
Nota del traductor: Aunque, en efecto, no existe traducción o equivalente aceptado para el modismo "down low", abundan las expresiones ingeniosas y pícaras que el vulgo utiliza para referirse a los hombres que practican la bisexualidad en secreto; "hacerles agua la canoa" es una muy usual, lo mismo que "batear con la zurda", "gustarles el arroz con popote", "tronarles la reversa" y muchas más.
Univision Online
El número de latinas que resultan positivas al VIH es mayor que nunca, 46 por ciento.
Casada y embarazada, la última persona en la mente de Norma G. era su ex novio. Pero cuando ella resultó positiva en la prueba del VIH -y su marido no- descubrió que su ex novio le había ocultado un terrible secreto.
Contagiada por su novio
Aunque muy difundida en la comunidad afroamericana, la idea de que a los hombres "les haga agua la canoa" -es decir, que llevan una doble vida secreta en la que engañan a sus novias o esposas con otros hombres- ha sido poco comentada entre los latinos. De hecho, es difícil encontrar en español una frase equivalente a "down low" debido en parte a que, en nuestra cultura, la homosexualidad es un tabú.
"Constantemente me encuentro con latinos que niegan al principio haber tenido algo que ver con otro hombre", asegura David López, coordinador de extensión y educación del Centro de Servicios sobre SIDA de la Ciudad de Nueva York. "Posteriormente se justifican diciendo, 'Pero nada más lo hice una o dos veces'."
No obstante, esa manera de pensar tiene un alto precio para las mujeres: según informes recientes de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC), el número de latinas que resultan positivas al VIH es mayor que nunca, pues 46 por ciento -más que cualquier otro grupo de mujeres- se han contagiado con este virus mortal al tener relaciones sexuales heterosexuales sin protección.
Norma G. es una de esas mujeres. Norma, una mexicano-americana de tercera generación establecida en Los Angeles, estaba loca por su novio puertorriqueño, Lorenzo, con quien sostuvo relaciones durante cerca de ocho meses en 1998, hasta que se cansó de que él pasara la mayor parte de su tiempo libre en el gimnasio.
Finalmente, Norma contrajo matrimonio con otra persona y olvidó a Lorenzo hasta que, estando embarazada, se enteró de que era seropositiva al VIH. “Me quedé atónita,” recuerda. Esta es, en sus propias palabras, la aterradora historia de Norma:
Tenía 24 años cuando empecé a salir con Lorenzo. ¡Se me hacía tan guapo!, alto, atlético, de aspecto exótico. Pero nuestro gran problema fue que pasaba casi todo su tiempo libre en el gimnasio. Cuando yo me quejaba, él decía, “No. Tengo que ver a mis muchachos.”
Yo sólo había conocido a una persona del gimnasio entre los muchos supuestos amigos que él tenía allí. En cierta ocasión me encaminé hacia ellos cuando estaban sentados en un auto, conversando. En cuanto vieron que me aproximaba, interrumpieron bruscamente la conversación y eso me pareció raro. Sin embargo, en realidad no le di importancia.
Empiezan los malestares
Dos meses después de que Lorenzo y yo terminamos, empecé a enfermarme mucho. Al principio fue una influenza; tuve escalofríos y fiebre muy alta. Caí tres veces al hospital en dos semanas y los médicos sólo me prescribieron antibióticos.
Luego, cierto día, después de haber estado enferma, el pelo se me empezó a caer -a puñados- y eso me espantó muchísimo. El médico me dijo que era una reacción a la fiebre. Nadie imaginaba aún lo que estaba ocurriendo.
Posteriormente, ese mismo año, conocí a mi marido. Noviamos durante un año, nos enamoramos y tuvimos una espléndida boda en 2000. Poco después me diagnosticaron parálisis cerebral de Bell, lo que hizo que la mitad de mi cara estuviera temporalmente insensible. Esas enfermedades tan repentinas y frecuentes empezaron a parecerme raras, pero los médicos me aseguraban que ellos no estaban preocupados, que todo era una coincidencia.
Finalmente, recuperé la sensibilidad de mi rostro y proseguí con mi vida como siempre. En julio de 2002 me enteré de que estaba embarazada. Mi marido y yo estábamos felices. Aunque tenía una hija de mi primer matrimonio, pensé que este segundo hijo sería algo que realmente estrechara los lazos entre mi esposo y yo.
Dos semanas después de hacerme los análisis de sangre que se prescriben normalmente cuando una está embarazada (incluyen la prueba del VIH), mi doctor me pidió que fuera a verlo. Creí que era otra revisión de rutina, pero cuando me pidió que me sentara, supe que algo andaba mal. “Norma,” me dijo, “los resultados de su prueba de VIH resultaron positivos.”
Dejé de respirar. Me sentí como si estuviera en la caricatura de Charlie Brown, cuando se oye la voz de la profesora, “bla, bla, bla.” “¿Está usted bien?” preguntó el doctor, sujetándome por los hombros. “¡Voy a morir!”, grité entre lágrimas. “¡No puedo tener este bebé!” “Existen opciones,” me aseguró él. “Sí puede tener el bebé.” Pero yo estaba totalmente abrumada. Lo único que podía pensar era, ‘Tengo que hablar con mi marido’.
Cuando por fin pude comunicarme con mi esposo por teléfono, a duras penas logré hacerme entender. “¿Qué voy a hacer? ¡Me voy a morir!,” fue lo único que logré decirle. Cuando al fin conseguí pronunciar las palabras ‘tengo VIH’, mi esposo no podía creerlo. Para mi sorpresa, asumió la responsabilidad y me dijo que debió ser él quien me había contagiado.
Después de una noche de insomnio, mi marido y yo nos dirigimos, a primera hora de la mañana, al centro de análisis clínicos expresos de la localidad. Y entonces sucedió lo que menos esperaba en este mundo: los resultados de mi esposo fueron negativos.
La situación era inconcebible. Así que ambos volvimos a hacernos los análisis. Y una vez más. Repetimos la prueba cinco veces. Pero los resultados de él siguieron siendo negativos, y los míos positivos.
Soy de esa clase de personas que tiene que saber exactamente lo que sucede. No me quedo sentada a esperar que algo se haga cargo de mí. Así que me enlacé al Internet y encontré un sitio Web para mujeres con VIH. Los expertos del sitio me recomendaron una clínica local y me afilié a un grupo de apoyo. Creí que sería la única mujer embarazada, pero resultó que había muchas otras mujeres como yo en el grupo.
Mientras yo aprendía a vivir con esta nueva realidad y tomaba medicamentos contra el VIH para no transmitírselo a mi bebé en gestación, mi marido empezó a perder el juicio. Al octavo mes de mi embarazo, empezó a preguntarse si todo esto no sería una invención mía para deshacerme de él. En ese momento me percaté de que estaba en fase de negación. Y en cierta forma lo sigue estando. Puesto que ve que tenemos un hijo saludable y seronegativo al VIH, en alguna parte de su ser duda que yo tenga realmente el virus.
Cuando eres seropositiva, parte de la asesoría consiste en reconstruir tu historia sexual. Cuando les platiqué de las extrañas enfermedades que tuve, me preguntaron con quién había estado saliendo justo antes. Fue entonces cuando lo supe, la imagen de Lorenzo, que pasaba casi todo el tiempo en el gimnasio.
Al principio no hice nada respecto a mis sospechas sobre Lorenzo, pero en septiembre de 2004, mi hermana se topó con él en el barrio. El le pidió decirme que le llamara. Para entonces yo ya quería confrontarlo. Necesitaba salir de dudas, tenía que verlo.
Nos citamos para cenar y al principio él mantuvo la conversación en un plano superficial, recordando el pasado y contándome viejas historias. Yo no me atrevía a tocar el tema. En cierto modo, quería ver si él lo haría. Pero cuando al fin nos sirvieron la cena y él empezó a engullirla simplemente, como si nada ocurriera, me puse furiosa. Pensé para mis adentros: ‘Sé que lo sabes’.
Luego de un rato, me preguntó si alguna vez me había hecho la prueba del VIH. Le respondí, “Sí. Y no la pasé. Tengo el VIH.” Su rostro se demudó. Luego dijo, “De eso quería hablarte. Soy seropositivo.”
“Dime la verdad,” le increpé. “Cuando solías ir al gimnasio, ¿fue ahí donde ocurrió?” “De hecho, estaba viendo a alguien del gimnasio.” Era un hombre, me dijo -pero insistió en que sólo habían tenido relaciones sexuales una o dos veces. “Entonces, ¿eres homosexual?” Le pregunté. “No, no soy homosexual,” dijo. “¡Yo soy hombre!”
Incluso tuvo el descaro de decirme que quería volver a verme -yo lo mandé a volar. “No hay nada que tengamos que decirnos de aquí en adelante. ¡Ya perdí demasiadas cosas por tu culpa!” Le grité. “Nada más quería tener la tranquilidad de saber que fuiste tú, todo el tiempo.” Ahora que sé cómo vivía, su estilo de vida realmente me repugna.
Norma hoy
Han transcurrido tres años [desde mi diagnóstico] y sigo tomando los medicamentos. El VIH no me detendrá; es sólo una pequeña parte de mí. Mi esposo y yo nos separamos -para mí, él es una persona menos por cuyo bienestar tengo que preocuparme. Cuando miro en retrospectiva lo que me ha sucedido en los últimos siete años, a veces me cuesta trabajo creerlo. Yo soy luchadora, tú lo sabes, pero jamás me imaginé que acabaría viviendo con el VIH.
Nota del traductor: Aunque, en efecto, no existe traducción o equivalente aceptado para el modismo "down low", abundan las expresiones ingeniosas y pícaras que el vulgo utiliza para referirse a los hombres que practican la bisexualidad en secreto; "hacerles agua la canoa" es una muy usual, lo mismo que "batear con la zurda", "gustarles el arroz con popote", "tronarles la reversa" y muchas más.
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