Hola Jesús. Cuando todavía se desvanece por la copa de los naranjos el eco de los tambores acompañándote el Domingo de Resurrección, García de la Herrán arriba caminito de la iglesia, dando por concluida la Semana Santa de 2006, de nuevo las Cofradías se disponen a reinicia la rememoración de tu Pasión y, de nuevo, me afluyen las dudas infinitas sobre todo este derroche de pompa, contraria a la austeridad de tu doctrina, sin que nadie consiga persuadirme de mi certeza en que no aprobarías casi nada de lo que vamos a ver por las calles a partir de mañana.
Cada año se potencia más este despilfarro al que nadie se atreve a tildar de disparate místico. La gente apodada capillita, justifica el derroche argumentando mil razones sin sentido, con las que, en absoluto estarían de acuerdo aquellos cristianos de catacumbas que fueron torturados hasta la muerte sólo por creer en ti; los cofrades fervientes alardean de la corona de su Virgen, forjada con oro de sus alianzas; el pueblo llano contempla el festejo a caballo entre asombro y diversión; los irreverentes dan la espalda a las procesiones y los intransigentes se toman unas mini vacaciones en lugares menos fervorosos, mientras la Iglesia (la que tenemos, no la que tú erigiste) espía el acontecimiento entre bambalinas. El circo está montado. Los comerciantes se frotan las manos vendiendo capirotes, roscos y torrijas, y el Ayuntamiento se mancilla montando en pleno centro una tribuna preferente cada vez más aparatosa, para que los fieles disfruten de la evocación de tu sufrimiento en palcos de privilegio. Si mal no recuerdo, fueron los paganos los que se apoltronaban en oteros dominantes para verte padecer en tu camino hacia el Calvario; los tuyos, los de verdad, trataban de acercársete para coger tu Cruz y mojarte los labios de agua.
Y yo, ya te digo Padre, me quedo con lo de siempre: ¿a cuento de qué tanto lujo y tanto derroche? Que más que conmemorar tu muerte parece que la estuviéramos celebrando. Perdóname por ser tan atrevido hablándote así y corrígeme si yerro en mi soliloquio, pero siento necesidad de contarte todo esto para que me digas a qué atenerme.
No entiendo porque esta gente que tanto dice quererte se empeña en demostrarlo atiborrando de suntuosidad tu imagen. ¿Saben que por ahí hay un par de hermandades que te han confeccionado túnicas nuevas bordadas en oro? Bueno, que digo que si lo sabes; tú lo sabes todo. Los que no saben son ellos. A veces me pregunto si han leído tu vida. Si han profundizado en los Evangelios para conocerte bien y, sobre todo, si cuando toman esas decisiones, tratan antes de saber tu voluntad a través de la oración. Yo sí lo se. Tú dirías que con cada una puntada de ese hilo, muchos niños se hubieran salvado de morir de hambre; que con el terciopelo empleado en los sayos se hubieran curado muchos enfermos del Tercer Mundo, y que con el valor de esas horas de trabajo, se hubiesen levantado hospitales allá donde hacen falta. Y no digo nada de la cantidad de estrenos que habrá como cada año en las filas de las cofradías. Pero, claro, ¿qué vas a esperar de católicos que velan a sus difuntos en salas VIP de los tanatorios para vanidad de su propio ego? ¿Acaso te enterraron a ti, Cristo, en un mausoleo? Si me he saltado algún versículo de los Evangelios donde digas que te cubra de joyas házmelo saber Padre, te lo ruego. Si no es así, allá ellos. Por mucho que se empeñen en engalanarte y ornarte con riquezas, alzado sobre tronos repletos de oro, yo siempre que me dirija a ti pidiendo e implorando, te imaginaré con tu ropón lleno de zurcidos, tu corazón rebosante de amor, tu alma plena de misericordia, tus manos colmadas de paz, y tus bolsillos vacíos.
Paco F. Frías
Cada año se potencia más este despilfarro al que nadie se atreve a tildar de disparate místico. La gente apodada capillita, justifica el derroche argumentando mil razones sin sentido, con las que, en absoluto estarían de acuerdo aquellos cristianos de catacumbas que fueron torturados hasta la muerte sólo por creer en ti; los cofrades fervientes alardean de la corona de su Virgen, forjada con oro de sus alianzas; el pueblo llano contempla el festejo a caballo entre asombro y diversión; los irreverentes dan la espalda a las procesiones y los intransigentes se toman unas mini vacaciones en lugares menos fervorosos, mientras la Iglesia (la que tenemos, no la que tú erigiste) espía el acontecimiento entre bambalinas. El circo está montado. Los comerciantes se frotan las manos vendiendo capirotes, roscos y torrijas, y el Ayuntamiento se mancilla montando en pleno centro una tribuna preferente cada vez más aparatosa, para que los fieles disfruten de la evocación de tu sufrimiento en palcos de privilegio. Si mal no recuerdo, fueron los paganos los que se apoltronaban en oteros dominantes para verte padecer en tu camino hacia el Calvario; los tuyos, los de verdad, trataban de acercársete para coger tu Cruz y mojarte los labios de agua.
Y yo, ya te digo Padre, me quedo con lo de siempre: ¿a cuento de qué tanto lujo y tanto derroche? Que más que conmemorar tu muerte parece que la estuviéramos celebrando. Perdóname por ser tan atrevido hablándote así y corrígeme si yerro en mi soliloquio, pero siento necesidad de contarte todo esto para que me digas a qué atenerme.
No entiendo porque esta gente que tanto dice quererte se empeña en demostrarlo atiborrando de suntuosidad tu imagen. ¿Saben que por ahí hay un par de hermandades que te han confeccionado túnicas nuevas bordadas en oro? Bueno, que digo que si lo sabes; tú lo sabes todo. Los que no saben son ellos. A veces me pregunto si han leído tu vida. Si han profundizado en los Evangelios para conocerte bien y, sobre todo, si cuando toman esas decisiones, tratan antes de saber tu voluntad a través de la oración. Yo sí lo se. Tú dirías que con cada una puntada de ese hilo, muchos niños se hubieran salvado de morir de hambre; que con el terciopelo empleado en los sayos se hubieran curado muchos enfermos del Tercer Mundo, y que con el valor de esas horas de trabajo, se hubiesen levantado hospitales allá donde hacen falta. Y no digo nada de la cantidad de estrenos que habrá como cada año en las filas de las cofradías. Pero, claro, ¿qué vas a esperar de católicos que velan a sus difuntos en salas VIP de los tanatorios para vanidad de su propio ego? ¿Acaso te enterraron a ti, Cristo, en un mausoleo? Si me he saltado algún versículo de los Evangelios donde digas que te cubra de joyas házmelo saber Padre, te lo ruego. Si no es así, allá ellos. Por mucho que se empeñen en engalanarte y ornarte con riquezas, alzado sobre tronos repletos de oro, yo siempre que me dirija a ti pidiendo e implorando, te imaginaré con tu ropón lleno de zurcidos, tu corazón rebosante de amor, tu alma plena de misericordia, tus manos colmadas de paz, y tus bolsillos vacíos.
Paco F. Frías