Hay una cosa (bueno en realidad muchas) que me encanta de Michael Jackson. Siempre, según la categoría de cada artista, se le pregunta con quién se siente más orgulloso de haber trabajado o con quién le gustaría trabajar.
En el ámbito de los artistas inmensos, los que son verdaderas deidades en el mundo del pop, casi todos mencionan a MJ y hablan de él como algo inalcanzable.
Unos te cuentan que una vez le vieron, otros que hablaron con él por teléfono y -los más afortunados- sobre cómo era trabajar con él.
Y este tipo de frases, cuando las menciona un artista de la talla de Lenny, multiplica hasta el infinito el valor de MJ como artista.
A su lado, todas las mega-estrellas se vuelven por un momento una inocente fan que mira extasiada a su ídolo. Es algo que no creo que ocurra ni que jamás ocurrirá con ningún otro.
Se debe a su genialidad como artista y, por supuesto, a su capacidad única para haberse creado una aureola de misterio que le convierte en una especie de extraterrestre real que está de visita en nuestro planeta.
Pero lo mejor ¿sabéis qué es? Que él sabía volverse igualmente humilde cuando se rodeaba de todo aquello a lo que tenía admiración, cuando estaba grabando con Barry Gibb, cuando veía una actuación de su amiga Barbra Streisand o cuando le daba la mano a su mentor James Brown.
Su vida fue una lección sobre como, siendo el más grande, lo que te hace realmente gigante es el saber arrodillarte ante el talento de otros, al igual que los otros hacen cada día contigo.
¡Se pueden aprender tantas lecciones del señor Michael Jackson!