A comienzos del mes de febrero de 2017, acudí, en compañía de un familiar, al espectáculo ofrecido por Michael's Legacy en el Palacio de Congresos de mi municipio de residencia. Un viernes noche propicio, pues las ataduras laborales me habrían impedido hacer lo propio en un calendario alternativo al finalmente dispuesto para la ocasión.
El evento, el cual perduró -si mal no recuerdo- en torno a la hora y media/dos horas de duración, lo mantengo presente en mi memoria de un modo muy difuso, pues a mí me caracteriza por antonomasia el no saber rentabilizar los compases afables que la vida nos reporta, sino una vez ya producidos, a posteriori. Además, el cansancio ínsito a la semana ocupacional hizo mella en mí aquel día, de manera que, a día de hoy, creería todavía haber sido testigo de un sueño, más que de una realidad palmaria y constatable.
Pero, más que de la actuación, preservo en la recámara las sensaciones que me invadieron su visionado, tanto en los preliminares, como durante el acto, así como a la salida del recinto: resultó sumamente emotivo el ser conocedor de un aforo tan numeroso de seguidores de Michael Jackson en mi localidad, aguardando en la concurrida lista de espera, procurando obtener las entradas necesarias para el acceso en la criba crítica, próxima a la apertura del telón: como buen observador, pude escuchar en primicia, cómo, mientras esperaban con impaciente calma tensa, iban departiendo acerca de las afinidades musicales que, entre ellos, tenían de Michael: hablaban de Ghosts, de Invincible, de temas silenciados para el público general y omisibles para los medios de comunicación de masas, en lo que respecta a su trayectoria, a partir de 1995 en adelante. Y lo hacían con pasmosa naturalidad, lo cual me desconcertaba, pues, aliviado, me sentí al fin identificado con algunos seres corpóreos, tangibles a la vista de todos, habiéndome creído hasta esa jornada como un llanero solitario en el silencio trémulo del desierto más lejano, llegándome a mentalizar de que canciones como Unbreakable o Threatened no formaban sino, simplemente, parte de mi ilusoria imaginación. Pacato de mí...
Reconfortaba, en líneas generales, el sentimiento de unidad del cuerpo social -Durkheim lo habría celebrado con efusión-, de cohesión grupal en torno a una causa común defendida con ardor por el respetable, en una noche gélida de invierno como aquella que nos acechaba en todo su crisol. Divisar a niños de corta edad ataviados como Michael en su esplendor, con chaquetas de Thriller, Beat It y Billie Jean, con el inconfundible guante de lentejuelas, en un ejercicio de transmisión intergeneracional tan lógico y espontáneo como mágico. Así es como la forja de una leyenda se preserva, indeleble, en la inmortalidad de su genio.
Además, el reparto rayó a la altura. Supieron conjugar el repertorio habitual en Michael en sus giras de Dangerous y HIStory, con algunos elementos acertadamente heredados del Circo du Soleil (Immortal) o de This Is It, así como recombinándolo con un hilo conductor bien hilvanado y entrelazado, cotidianamente representado en cada uno de nosotros, mediante el amor entre los dos protagonistas jóvenes, sujeto a los avatares del devenir que la vida nos otorga y ofrece, en toda su magnitud. Y, asimismo, algunas interpretaciones en vivo de la dupla de cabecera, que no desentonaron ni un ápice (como la de los temas Rock with You -por parte del chico-, o de Heal the Word -ésta, en castellano, de manos de la fémina; aunque juraría que esta particular versión (o una muy parecida) la habría yo escuchado en mis años como infante, de boca de alguna animadora infantil de la época, de recuerdo imperdible en lo más irreductible de mi fuero interno-).
Tan bien lo hizo Ximo, que el público coreó al unísono su voluntad de que repitiera, como broche final, una de las canciones (¿Wanna Be Startin' Somethin'?). La audiencia desalojó, poco después, el teatro de operaciones, mientras se reproducía sonoramente, a todo volumen -no apto para todo tipo de oídos, marcadamente sensibles a un elevado número de decibelios imperante en la sala- Bad.
Y el sentimiento de hermandad, de fraternidad, de buena voluntad conjunta latente en las dos horas previas, rondando en torno a la figura de Michael, de un plumazo, se desvaneció, cediendo su testigo al totalitarismo de la indiferencia que define a las sociedades complejas de nuestro tiempo histórico en el siglo XXI, en lo tocante a las cuestiones que nos definen como miembros de un espacio público, con intereses generales a convenir y consagrar, en defensa de los mismos, frente a las amenazas que pesan sobre ellos. Cada uno se fue por su propio pie, velando por su supervivencia individual, como siempre, pues ya nos hallábamos a sábado. Las concesiones a la galería de la humanidad habían concluido, y se daba paso, con estrépito ademán mecánico, propio de las costumbres inmemoriales, a la rutinidad de la competición y el sálvese quien pueda del mundo cosificado e hiperplanificado en que moramos. Y ello me ocasionó un profundo halo de tristeza y desencanto, el cual retengo desde entonces.
Pero, en honor a la verdad, no me pilló desprevenido. Lo sabía de antemano, y a ello me ceñí: a absorber cada minúsculo instante de una efeméride perteneciente a una época en la que todo resultaba más sencillo y fácil de comprender y conciliar; en la que nos atormentábamos menos con quebraderos de cabeza, en su mayoría, nimios ante la grandeza de la vida que pulula a nuestro enderredor, y de la cual no sabemos, en muchos casos, reparar en su justa medida; y en la que, en resumidas cuentas, todos parecíamos más felices y menos encabritados con el de enfrente.
Al marcharme de allí, pensé: ¿por qué no conseguiremos emular la atmósfera tan distendida y placentera que en la que yo mismo me había recreado, con los demás, en los minutos precedentes de función, en las restantes esferas que conforman la sociedad civil de la que formamos parte? Y aún continúo sin obtener respuesta. Y no creo que la llegue a conseguir nunca.