Aquí pongo uno de los artículos que tengo guardados de los que se publicaron al día siguiente del histórico concierto en el Vicente Calderón el 7 de agosto de 1988. Hace tiempo que me hubiera gustado subirlos (aunque seguro que están en algún lugar escondido por el foro), pero no tengo escáner ni sé subir pdfs al foro... así que lo copio para que lo disfrutéis tanto como yo.
Me encanta releer estos artículos, que me hacen revivir uno de los días más increíbles de toda mi vida, y éste en especial me gusta muchísimo porque es de los pocos críticos que supo apreciar el momento irrepetible que estábamos viviendo.
Michael Jackson, artista de la música ansiado por los lobos de discoteca
Se quemó para que el público español pudiera ver el fuego
Otra vez la peregrinación. Otra vez las miles de almas que bajan al estadio del ¿río? Otra vez un concierto histórico, que esta ciudad y este país se están poniendo a niveles de plaza grande. Allí, bien apretaditos, en un Calderón lleno estábamos las masas. Grandes expectativas, grandes interrogantes: ¿Habrá más circo que en Pink Floyd? ¿Más energía que con Bruce? ¿Más alucinación que en la del esperado Prince? Ni más ni menos que Michael Jackson.
Otra duda en nuestro cerebro, más de orden doméstico, casi prosaico: ¿Por qué ha contribuido el Ayuntamiento con más de cien millones de pesetas? Que lo pregunte la oposición, si es que se entera. Aquí estábamos para otros menesteres.
Si el concierto de Springsteen podía caracterizarse por quienes bailaban joticas en el entreacto, el de Jackson pertenecía más bien a los lobos de discoteca y lo mismo que aquellos reclamaban marcha para el cuerpo, éstos exigían electricidad para las piernas. Son cariños diferentes. Ambos son falsos y ambos verdaderos, Springsteen no es un tipo normal, sino la cristalización en “comic” (también), de un prototipo humano creíble y que mantiene valores como bondad, honestidad, rectitud, etcétera. Pero no por ello su concierto deja de ser una representación. En cambio, Michael Jackson significa lo increíble, lo que escapa por completo de las convenciones habituales y se rige según las del mundo del espectáculo: muy especial, por otra parte. Por ello la verdad de Michael Jackson es igual que la de Springsteen: conmover. E iguales sus mentiras: ni Springsteen es un chico recién salido de la calle ni Michael un dibujo de Disney. Y aún poseen otra semejanza mayor: lo fundamental de ellos y de todos los grandes es que hacen música enorme y son dueños de sus decisiones. Eso es lo que hay, artistas.
Este artista concreto, este elegido de los dioses (en cuyo fuego puede acabar ardiendo) no es ninguna broma. Eso se comprobaba desde el puntualísimo comienzo, mar de lucecitas encendidas por el respetable y bajo un rugido se enciende un muro de luz que luego baja, estruendoso, para abrir las puertas del infierno. Luego saldría del escenario cuando éste lo va a ocupar una cantante pelirroja ella, contrapunto de Patti Scialfa, porque, ya lo vamos viendo, ésta es también la contraimagen de Springsteen (fuerte recuerdo, persistente, contradictorio). Luego sacará una chica en plan amoroso, se dejará tocar por ella y ella se nos va como en un suspiro pre rafaelista, aunque seguramente revivió cuando nos retrotraímos un decenio y empezamos a escuchar Some old stuff, de los Jacksons (I want you back, I’ll be there, esas cosas). Luego, levitaría, aunque sólo con el espíritu, cuando cantó Human Nature, que nos recuerda a Miles Davis, que nos recuerda a Prince: la tetralogía de los genios de la música negra, luego mataría a todos sus compañeros, “gangsters” como él, pero una noche de San Valentín a ritmo de Smooth Criminal.
Hay una cabina playera de lona de donde sale el hombre lobo, que es él. Son preparaciones para lo que vendría después. Durante el entreacto, en el que se han retirado todos para maquearse una vez más, el grupo funciona a todo trapo para demostrar que son algo más que simples acompañantes de la estrella, que aunque ésta lo sea mayor, ellos pueden tener su lugar en el firmamento. Claro que inmediatamente, cuando él surge vestido de blanco a lo Elvis y continúa hasta que el efecto de desaparecer y la grúa y los láser y todo lo demás, apenas importa.
La cuestión es que todo este tinglado adquiere sentido. Sobre todo cuando suena Wanna Be Startin’ Something y la improbable banda aspecto “heavy-glitter” empieza a tronar. O cuando sale él y muestra sus poderes. Es, muy sencillamente, lo único imprescindible. Ya podía estar sobre un escenario desnudo que nada se echaría en falta. No sólo canta como pocos y baila como nadie: además es un buen actor. Sus gestos, estudiados en innumerables horas de ensayo, muestran una secuencia necesaria, excepto por el hecho de llevarse la mano a los bajos innumerables veces, como si quisiera asegurarse de que todavía está completo. Aparte de este repetido gesto de origen machoide y que casa mal con su personalidad pública, el resto de su actuación es la propia de una superestrella en pleno dominio de sus recursos.
Es más, acaba dando la impresión de que Michael Jackson es más real y pone más vida allá arriba que ningún otro artista. Que para él un escenario no es el lugar donde se apea uno de la vida cotidiana. Que para él ese escenario es el lugar donde desarrolla su existencia, donde obtiene sus únicas gratificaciones, donde puede respirar sin cámara hiperbárica. Verle bailar Billie Jean es una ocasión sublime e incluso parece que siente en su carne las pasadas guitarrísticas de Jennifer Baten en Beat It. Baila mejor que sus bailarines en Thriller y es capaz de llorar cuando canta baladas como She’s Out Of My Life o I Just Can’t Stop Loving You. Este joven quizás haya encendido su vida por ambos extremos, pero lo hace para nosotros, una suerte de autoinmolación que encuentra sus orígenes en los más primitivos ritos tribales. Michael Jackson se quema para que los demás podamos ver el fuego. No es posible pedir más.
José Manuel Costa
ABC, 8 de agosto de 1988 –
Pasen y vean
Michael Jackson está acostumbrado a arroparse con lo mejor, en su vida privada con la tal cámara hiperbárica, y en el montaje de su espectáculo con la sabiduría juguetona de Steven Spielberg, quien le ha diseñado un parque de atracciones para que actúe.
El escenario en el que se desarrolla el espectáculo tiene el indiscutible sello de los montajes de Spielberg. Tres mil focos lo iluminan, quince personas lo habitan (aunque otras ciento sesenta y cinco cuidan entre cajas y correrías entre bastidores, que todo marche como debe). El sonido lo vomitan setenta y dos micrófonos, y cuatro gigantescas pantallas de vídeo, dos a ambos lados del escenario y otras tantas detrás de la torre de luces, cuentan, a los más alejados, todo lo increíble que allí sucede.
Un doble fondo permite que el escenario sea una continua sorpresa, una caja de Pandora de la que se escapan todos los vientos de la técnica más moderna, hasta una gran grúa que, con Jackson subido en ella capa al viento, durante escasos minutos, pulula entre los espectadores de las primeras filas. Él se cambia varias veces de traje y de máscara, -allí estuvo Michael bajo la careta del hombre lobo de Thriller-, en una tienda morisca, que insinúa sus movimientos, instalada en el escenario.
Durante dos horas escasas, las luces, las idas y venidas del mago entre bambalinas, el humo, se mezclan en un ambiente demoniaco, hipnótico, y por encima de todo, su voz, su elasticidad, la gran capacidad que tiene Michael Jackson para deslizarse sobre las tablas, para el baile. Bombas, láser, conjunto de precoces niños bailones incluidos, desapariciones bajo un saco de lentejuelas, magia, fantasmagoría... Todo está destinado a hacer del espectáculo una gran película perfectamente estudiada en cada fotograma, un producto al que difícilmente se asiste con la boca cerrada, y los pies quietos, que piden las casi obligadas, pero ausentes en esta ocasión, repeticiones finales.
ABC, 8 de agosto de 1988 –