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Quiero compartir esta columna que el diputado brasileño Jean Wyllys escribio tras las desafortunadas declaraciones de Benedicto XVI, simplemente porque es brillante y hermosa, brillantes de la que precisamente carece el Sr. Ratzinger.
Benedicto XVI y las amenazas contra la humanidad
El papa Benedicto XVI dijo que el matrimonio homosexual “amenaza el futuro de la humanidad”.
Yo pensaba que lo que lo amenazaba eran las guerras (muchas de ellas, étnicas o religiosas), el hambre, la miseria económica, la desigualdad y las injusticias sociales, la violencia, el tráfico de drogas y de armas, la corrupción, el crimen organizado, las dictaduras de todo tipo, la supresión de las libertades en diferentes países, los genocidios, la polución ambiental, la destrucción de las florestas, las epidemias… Pero el papa, aun siendo consciente de todos esos males y de que su institución —la Iglesia católica apostólica romana— contribuyó con muchos de ellos a lo largo de la historia occidental, dijo que la humanidad está amenazada por el hecho de que dos hombres o dos mujeres se amen y, por eso, decidan construir un proyecto de vida en común y obtener el reconocimiento legal de esa unión para gozar de derechos ya garantizados a los heterosexuales.
El amor y la felicidad como amenazas contra la humanidad: fue lo que dijo Benedicto XVI.
¡¿El amor, una amenaza?!
De todos los desatinos del papa, este fue el que más me chocó. Tal vez porque su afirmación extravagante y anacrónica viola directamente mi dignidad humana como homosexual visible y orgulloso de mi orientación sexual y de mi formación científica (sí, porque la afirmación de Benedicto XVI parte de la creencia absurda de que el matrimonio civil igualitario va a transformar a todos los hombres y mujeres en homosexuales y va a impedir que todas las mujeres de la tierra recurran a las técnicas de reproducción artificial).
El amor, como la fe, es inexplicable: se siente o no. No hay diccionario que pueda definirlo; sólo el poeta puede decir algo —”fuego que arde sin verse, herida que duele y no se siente”—, pero para entenderlo, es preciso sentir todo lo que el papa, los cardenales, los obispos, los curas, por las reglas del trabajo que eligieron desde jóvenes, tienen prohibido sentir, ya sea por otro hombre o por una mujer.
Tal vez por eso no entienden.
Pero el amor nunca puede ser una amenaza para la humanidad; antes, sí, una salvación para sus peores males, un antídoto contra los venenos que la intoxican, una vacuna contra las enfermedades que la afligen. El papa está equivocado de cabo a rabo. No entendió nada de nada.
Sin embargo, aunque no haya entendido, debería tener un poco de responsabilidad. Sus palabras tienen poder, influencia, entran en la cabeza y en el corazón de millones de personas en el mundo entero. Podría usarlas para hacer el bien. En vez de dedicar tanto tiempo y esfuerzo en injuriarnos a los homosexuales —confieso que no consigo entender el porqué de esa obsesión que tiene con nosotros—, el papa podría colocarse en la lucha contra los verdaderos males que amenazan, sí, a la humanidad. Esos que matan millones, que arruinan vidas, que condenan a pueblos enteros.
Benedicto XVI no puede continuar difundiendo el odio y el prejuicio contra los gays. No puede decir que nosotros, sólo por amar, sólo por reclamar que nuestro amor sea respetado y reconocido, somos “una amenaza”. Por otra parte, porque ese tipo de frases tiene una historia. “¡Los judíos son nuestra desgracia!” (“Die Juden sind unser Unglück!”), dijo el historiador Heinrich von Treitschke, y esa desgraciada expresión, publicada en la revista alemana Der Sturmer y luego usada como lema por los nazis, terminó en lo que terminó. Los homosexuales también lo sabemos: nuestro destino en la Alemania nazi, donde Benedicto XVI pasó su juventud, era el mismo de los judíos, sólo que en vez de la estrella de David, lo que nos identificaba en los campos de concentración era el triángulo rosa.
La tragedia del nazismo debería haber servido para aprender que el otro, el diferente, no es una amenaza, ni una desgracia, ni el enemigo. Y nosotros, los homosexuales, no amenazamos a nadie. Nuestro amor es tan bello y saludable como el de cualquiera. Y merecemos el mismo respeto y los mismos derechos que cualquiera.
De la misma manera que sucede ahora con el “matrimonio gay”, el matrimonio entre blancos y negros —llamado, en la época, “matrimonio interracial”— ya fue considerado “antinatural y contrario a la ley de Dios” y una amenaza contra la civilización.
En una sentencia de 1966, un tribunal de Virginia que convalidó su prohibición usó estas palabras: “Dios Todopoderoso creó a la razas blanca, negra, amarilla, malaya y roja y las colocó en continentes separados. El hecho de que Él las haya separado demuestra que Él no tenía la intención de que las razas se mezclaran”.
El matrimonio entre alemanes “de raza aria” y judíos también fue prohibido por Hitler. Hasta los evangélicos tuvieron el derecho al matrimonio negado en muchos países durante mucho tiempo, porque eran, también, una amenaza para la Iglesia católica. Parece que algunos pastores no se acuerdan, pero fue así.
En Argentina, que en 2010 aprobó el matrimonio igualitario, la primera gran reforma al Código Civil, en el siglo XIX, fue impulsada por la demanda de los protestantes, que reclamaban por el derecho a casarse. Varias parejas de no católicos se presentaron en la justicia, como ahora hacen los homosexuales. Cuando el país aprobó la ley de creación del Registro Civil, y después el matrimonio civil, en 1888, hubo graves enfrentamientos entre el gobierno argentino y la Iglesia católica, que incluyeron la ruptura de las relaciones diplomáticas con el Vaticano. En el Senado, uno de los opositores al matrimonio civil dijo que, a partir de su aprobación, perdida la “santidad” del matrimonio, la familia dejaría de existir. La ley fue llamada “obra maestra de la sabiduría satánica” por monseñor Mamerto Esquiú, quien dijo sobre los gobernantes argentinos de la época que “se amamantan de los pechos de la gran prostituta, la Revolución Francesa”. Todas las predicciones apocalípticas que fueron hechas contra la ley de matrimonio civil, sin embargo, no se cumplieron.“Anunciaron, garantizaron que el mundo se iba a acabar… pero el mundo no se acabó”.
Pasó más de un siglo, pero las discusiones son las mismas. Los argumentos son los mismos. El papa Benedicto XVI continúa sin entender. No entiende, tampoco, que el matrimonio civil y el matrimonio religioso son dos instituciones diferentes. El matrimonio civil está reglamentado por el Código Civil, que puede ser modificado por el Congreso, mientras que el matrimonio religioso depende de las leyes de cada iglesia: por ejemplo, el matrimonio católico es diferente del judío. El matrimonio religioso se hace en la iglesia, templo, mezquita o terreiro; el civil, en el Registro Civil. Para celebrar el matrimonio religioso en la Iglesia católica, los novios deben ser bautizados o hacer un juramento que substituye el bautismo, y deben realizar un curso previo en la iglesia, lo cual no es necesario para el matrimonio civil, que puede ser celebrado por personas de cualquier religión o por ateos.
El matrimonio religioso, en la mayoría de las iglesias cristianas, es indisoluble; mientras que el civil admite el divorcio. En consecuencia, una persona se puede casar en la iglesia apenas una vez en la vida, pero puede casarse cuantas veces quiera en el Registro Civil, siempre que esté divorciada. El matrimonio religioso, para que produzca efectos jurídicos [N. del T.: en Brasil, pero no en Argentina, donde la ley sólo reconoce el civil], debe ser registrado en el Registro Civil, mientras que los efectos jurídicos del matrimonio civil son inmediatos.
Lo que los homosexuales reclamamos es el derecho al matrimonio civil. El proyecto de enmienda constitucional que estoy impulsando en el Congreso no se mete con el matrimonio religioso, cuyos efectos jurídicos son reconocidos por el artículo 226 § 2 de la Constitución brasileña, que será mantenido tal como está. Mi proyecto legaliza el matrimonio civil entre personas del mismo sexo, pero no dice nada sobre el matrimonio religioso. De la misma manera que el Estado no debe interferir en la libertad religiosa, las religiones no deben interferir en el derecho civil. Este último es una institución laica, que debe atender por igual las necesidades de aquellos y aquellas que creen en Dios —en cualquier dios o en varios dioses— y también de aquellos y aquellas que no creen.
Llegará el día en que un niño irá a la biblioteca de la escuela para buscar, en los libros de historia, alguna explicación sobre un hecho sorprendente que el profesor comentó en clase: “Hasta principios del siglo XXI, el matrimonio entre dos hombres o dos mujeres no estaba permitido”. Para nuestro pequeño ciudadano, esa antigua prohibición resultará tan absurda como hoy nos resulta la prohibición del matrimonio entre negros y blancos, o del voto femenino. Y si descubre, en la biblioteca, que hubo un día en que un papa dijo que el matrimonio gay amenazaba a la humanidad, probablemente sentirá la misma repulsión que nosotros sentimos al leer la desgraciada frase de von Treitschke.
Benedicto XVI debería pensar si quiere pasar a la historia de esa manera. Aún está a tiempo. Ojalá que algún día sea capaz de entender y aceptar el amor —cualquier manera de amor y de amar— y hacer aquello que Jesucristo predicaba: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.
Jean Wyllys.
Benedicto XVI y las amenazas contra la humanidad
El papa Benedicto XVI dijo que el matrimonio homosexual “amenaza el futuro de la humanidad”.
Yo pensaba que lo que lo amenazaba eran las guerras (muchas de ellas, étnicas o religiosas), el hambre, la miseria económica, la desigualdad y las injusticias sociales, la violencia, el tráfico de drogas y de armas, la corrupción, el crimen organizado, las dictaduras de todo tipo, la supresión de las libertades en diferentes países, los genocidios, la polución ambiental, la destrucción de las florestas, las epidemias… Pero el papa, aun siendo consciente de todos esos males y de que su institución —la Iglesia católica apostólica romana— contribuyó con muchos de ellos a lo largo de la historia occidental, dijo que la humanidad está amenazada por el hecho de que dos hombres o dos mujeres se amen y, por eso, decidan construir un proyecto de vida en común y obtener el reconocimiento legal de esa unión para gozar de derechos ya garantizados a los heterosexuales.
El amor y la felicidad como amenazas contra la humanidad: fue lo que dijo Benedicto XVI.
¡¿El amor, una amenaza?!
De todos los desatinos del papa, este fue el que más me chocó. Tal vez porque su afirmación extravagante y anacrónica viola directamente mi dignidad humana como homosexual visible y orgulloso de mi orientación sexual y de mi formación científica (sí, porque la afirmación de Benedicto XVI parte de la creencia absurda de que el matrimonio civil igualitario va a transformar a todos los hombres y mujeres en homosexuales y va a impedir que todas las mujeres de la tierra recurran a las técnicas de reproducción artificial).
El amor, como la fe, es inexplicable: se siente o no. No hay diccionario que pueda definirlo; sólo el poeta puede decir algo —”fuego que arde sin verse, herida que duele y no se siente”—, pero para entenderlo, es preciso sentir todo lo que el papa, los cardenales, los obispos, los curas, por las reglas del trabajo que eligieron desde jóvenes, tienen prohibido sentir, ya sea por otro hombre o por una mujer.
Tal vez por eso no entienden.
Pero el amor nunca puede ser una amenaza para la humanidad; antes, sí, una salvación para sus peores males, un antídoto contra los venenos que la intoxican, una vacuna contra las enfermedades que la afligen. El papa está equivocado de cabo a rabo. No entendió nada de nada.
Sin embargo, aunque no haya entendido, debería tener un poco de responsabilidad. Sus palabras tienen poder, influencia, entran en la cabeza y en el corazón de millones de personas en el mundo entero. Podría usarlas para hacer el bien. En vez de dedicar tanto tiempo y esfuerzo en injuriarnos a los homosexuales —confieso que no consigo entender el porqué de esa obsesión que tiene con nosotros—, el papa podría colocarse en la lucha contra los verdaderos males que amenazan, sí, a la humanidad. Esos que matan millones, que arruinan vidas, que condenan a pueblos enteros.
Benedicto XVI no puede continuar difundiendo el odio y el prejuicio contra los gays. No puede decir que nosotros, sólo por amar, sólo por reclamar que nuestro amor sea respetado y reconocido, somos “una amenaza”. Por otra parte, porque ese tipo de frases tiene una historia. “¡Los judíos son nuestra desgracia!” (“Die Juden sind unser Unglück!”), dijo el historiador Heinrich von Treitschke, y esa desgraciada expresión, publicada en la revista alemana Der Sturmer y luego usada como lema por los nazis, terminó en lo que terminó. Los homosexuales también lo sabemos: nuestro destino en la Alemania nazi, donde Benedicto XVI pasó su juventud, era el mismo de los judíos, sólo que en vez de la estrella de David, lo que nos identificaba en los campos de concentración era el triángulo rosa.
La tragedia del nazismo debería haber servido para aprender que el otro, el diferente, no es una amenaza, ni una desgracia, ni el enemigo. Y nosotros, los homosexuales, no amenazamos a nadie. Nuestro amor es tan bello y saludable como el de cualquiera. Y merecemos el mismo respeto y los mismos derechos que cualquiera.
De la misma manera que sucede ahora con el “matrimonio gay”, el matrimonio entre blancos y negros —llamado, en la época, “matrimonio interracial”— ya fue considerado “antinatural y contrario a la ley de Dios” y una amenaza contra la civilización.
En una sentencia de 1966, un tribunal de Virginia que convalidó su prohibición usó estas palabras: “Dios Todopoderoso creó a la razas blanca, negra, amarilla, malaya y roja y las colocó en continentes separados. El hecho de que Él las haya separado demuestra que Él no tenía la intención de que las razas se mezclaran”.
El matrimonio entre alemanes “de raza aria” y judíos también fue prohibido por Hitler. Hasta los evangélicos tuvieron el derecho al matrimonio negado en muchos países durante mucho tiempo, porque eran, también, una amenaza para la Iglesia católica. Parece que algunos pastores no se acuerdan, pero fue así.
En Argentina, que en 2010 aprobó el matrimonio igualitario, la primera gran reforma al Código Civil, en el siglo XIX, fue impulsada por la demanda de los protestantes, que reclamaban por el derecho a casarse. Varias parejas de no católicos se presentaron en la justicia, como ahora hacen los homosexuales. Cuando el país aprobó la ley de creación del Registro Civil, y después el matrimonio civil, en 1888, hubo graves enfrentamientos entre el gobierno argentino y la Iglesia católica, que incluyeron la ruptura de las relaciones diplomáticas con el Vaticano. En el Senado, uno de los opositores al matrimonio civil dijo que, a partir de su aprobación, perdida la “santidad” del matrimonio, la familia dejaría de existir. La ley fue llamada “obra maestra de la sabiduría satánica” por monseñor Mamerto Esquiú, quien dijo sobre los gobernantes argentinos de la época que “se amamantan de los pechos de la gran prostituta, la Revolución Francesa”. Todas las predicciones apocalípticas que fueron hechas contra la ley de matrimonio civil, sin embargo, no se cumplieron.“Anunciaron, garantizaron que el mundo se iba a acabar… pero el mundo no se acabó”.
Pasó más de un siglo, pero las discusiones son las mismas. Los argumentos son los mismos. El papa Benedicto XVI continúa sin entender. No entiende, tampoco, que el matrimonio civil y el matrimonio religioso son dos instituciones diferentes. El matrimonio civil está reglamentado por el Código Civil, que puede ser modificado por el Congreso, mientras que el matrimonio religioso depende de las leyes de cada iglesia: por ejemplo, el matrimonio católico es diferente del judío. El matrimonio religioso se hace en la iglesia, templo, mezquita o terreiro; el civil, en el Registro Civil. Para celebrar el matrimonio religioso en la Iglesia católica, los novios deben ser bautizados o hacer un juramento que substituye el bautismo, y deben realizar un curso previo en la iglesia, lo cual no es necesario para el matrimonio civil, que puede ser celebrado por personas de cualquier religión o por ateos.
El matrimonio religioso, en la mayoría de las iglesias cristianas, es indisoluble; mientras que el civil admite el divorcio. En consecuencia, una persona se puede casar en la iglesia apenas una vez en la vida, pero puede casarse cuantas veces quiera en el Registro Civil, siempre que esté divorciada. El matrimonio religioso, para que produzca efectos jurídicos [N. del T.: en Brasil, pero no en Argentina, donde la ley sólo reconoce el civil], debe ser registrado en el Registro Civil, mientras que los efectos jurídicos del matrimonio civil son inmediatos.
Lo que los homosexuales reclamamos es el derecho al matrimonio civil. El proyecto de enmienda constitucional que estoy impulsando en el Congreso no se mete con el matrimonio religioso, cuyos efectos jurídicos son reconocidos por el artículo 226 § 2 de la Constitución brasileña, que será mantenido tal como está. Mi proyecto legaliza el matrimonio civil entre personas del mismo sexo, pero no dice nada sobre el matrimonio religioso. De la misma manera que el Estado no debe interferir en la libertad religiosa, las religiones no deben interferir en el derecho civil. Este último es una institución laica, que debe atender por igual las necesidades de aquellos y aquellas que creen en Dios —en cualquier dios o en varios dioses— y también de aquellos y aquellas que no creen.
Llegará el día en que un niño irá a la biblioteca de la escuela para buscar, en los libros de historia, alguna explicación sobre un hecho sorprendente que el profesor comentó en clase: “Hasta principios del siglo XXI, el matrimonio entre dos hombres o dos mujeres no estaba permitido”. Para nuestro pequeño ciudadano, esa antigua prohibición resultará tan absurda como hoy nos resulta la prohibición del matrimonio entre negros y blancos, o del voto femenino. Y si descubre, en la biblioteca, que hubo un día en que un papa dijo que el matrimonio gay amenazaba a la humanidad, probablemente sentirá la misma repulsión que nosotros sentimos al leer la desgraciada frase de von Treitschke.
Benedicto XVI debería pensar si quiere pasar a la historia de esa manera. Aún está a tiempo. Ojalá que algún día sea capaz de entender y aceptar el amor —cualquier manera de amor y de amar— y hacer aquello que Jesucristo predicaba: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.
Jean Wyllys.