Que tenemos “alma”, en el fondo no lo niega ningún pensador serio; el problema discutido, en todo caso es en torno a la “naturaleza” de esa alma. Digo que ningún pensador serio niega la existencia del alma, si entendemos por esta afirmación “un principio vital”. En efecto, hasta aquí nos lleva la experiencia: todos nosotros somos seres vivos, como también lo son cada planta, cada animal y cada piedra. Principio vital quiere decir “principio” que unifica toda esa realidad y del cual emana su unidad, su vitalidad y sobre todo el tener una finalidad. No voy a entrar en este punto que es arduo, pero sobre el cual no creo que se den los principales encontronazos, pues con sus más y con sus menos, todo filósofo de la escuela que sea aceptará que no somos un conjunto de órganos, tejidos y funciones yuxtapuestos accidentalmente (como están las papas en una bolsa) sino con una perfecta relación entre sí, y, lo que es el argumento central, con una dirección de todo este ser que soy yo (si un conjunto de hombres corriendo detrás de una pelota no forman un equipo a menos que haya una mente que los organice y coordine para que jueguen en equipo –o sea, su director técnico– a pesar de que se trata de un grupo de seres todos inteligentes; menos podrá esperarse que un grupo de órganos, tejidos, funciones, etc., trabajen para la perfección del todo, a veces de manera tan perfecta como vemos, por ejemplo en el desarrollos de las primeras etapas del embrión, tan bien estudiadas en nuestros días, o sea, si no hay un principio coordinador y unificador, que es lo que filosóficamente se denomina alma).
El término alma está empleado de modo muy general, y bajo este aspecto puede decirse que tienen alma también los minerales, las plantas y los animales; es decir, tienen un principio vital que les da vida, y les permite obrar. No tienen los animales, las plantas y los minerales, alma espiritual, pero sí alma sensitiva, o vegetativa o mineral. Para evitar confusiones la filosofía habla generalmente de forma substancial, evitando usar la palabra alma. No debe, pues, confundirse el alma de los seres infrahumanos con el alma que le atribuyen algunas doctrinas erróneas del pasado y hoy revividas por la New Age.
Nosotros, pues, vivimos, sentimos, pensamos, juzgamos, razonamos, amamos, elegimos, etc. Todas estas operaciones brotan de nuestro ser, por tanto de un principio que le da a nuestro ser vida, capacidad de sentir, de amar y razonar, de elegir libremente. Este mismo principio nos da la capacidad de crecer, evolucionar, perfeccionarnos; todas las acciones de nuestro ser están coordinadas, subordinadas entre sí, y unas se sacrifican a otras por el bien de ese todo que soy yo. Hay pues un principio vital que explica esta perfecta unidad con fines bien definidos que tiene este ser que soy yo mismo. Esa es mi alma.
Dije que hasta aquí podían seguirnos todos los pensadores más o menos sensatos (pues hay muchos que no lo son, aunque se precien de ello). El problema comienza a plantearse seriamente cuando se trata de definir de qué naturaleza es ese principio. ¿Es algo puramente físico, corporal? ¿es algo vegetativo? ¿o es algo espiritual?
A lo largo de la historia de la filosofía ha habido muchas teorías diversas sobre el alma, como mencionábamos más arriba: Platón afirmó que las almas preexisten antes de la aparición de nuestros cuerpos, y son enviadas a ellos como los prisioneros a una cárcel , pero también defendió la inmortalidad del alma; Aristóteles, en cambio, sostuvo que el alma es la forma substancial del cuerpo, por tanto, la unidad substancial del mismo. Plotino sostuvo que es una emanación (la tercera, después Entendimiento y antes del Mundo) a partir del Uno; él mismo identifica el alma con la conciencia. Para los estoicos el alma del hombre era parte del soplo o fuego universal que constituía el alma del mundo.
Sin embargo hay que esperar a Guillermo de Occam (1280-1349) para que, por primera vez, se ponga en duda la realidad misma del alma y se diga que es imposible demostrar su existencia y, mucho menos, su inmortalidad. Para Occam esto forma parte solamente del terreno de la fe, pero no del conocimiento racional. Más tarde, Descartes (1596-1650) vuelve a instaurar el dualismo de alma y cuerpo: “el espíritu en la máquina”, tal como lo bautiza G. Ryle. Este dualismo se radicaliza y Descartes habla de la sustancia que es pensamiento y la sustancia que es extensión. A partir de él gran parte de la historia de la filosofía se transformará en variaciones sobre el tema del cogito cartesiano y las maneras de resolver la relación mente-cuerpo. Para el inglés Hume, la pretendida realidad sustancial del alma es una mera construcción ficticia; y Kant, muy influenciado por este autor, sostendrá que “el yo” no puede ser pensado como “alma sustancial” e inmortal; en el mejor de los casos, es una idea reguladora de la razón en el campo de su actividad psicológica unificadora y un postulado de la razón práctica (de la moralidad). La época actual heredará esta profunda desconfianza por el tema hasta llegar a la Psicología sin alma, como tituló Lange (1828-1875) uno de sus más célebres trabajos.
¿Qué podemos decir nosotros? Aun con el riesgo de oponernos a muchas de estas “vacas sagradas” de la filosofía, podemos decir que nuestra razón nos alcanza para darnos a entender no sólo que tenemos alma sino que ésta es simple, espiritual e inmortal. Ahora, demostrarlo ya es otra cosa, que intentaremos a continuación.
a) El alma es simple
El alma es, en su esencia, simple e indivisible, al revés de las cosas materiales que son compuestas y divisibles. Podemos demostrarlo analizando las operaciones del alma .
Nos lo prueba la percepción. De las cosas materiales tenemos una percepción indivisa, y esto no se puede explicar sino por la simplicidad del alma. Pues si el alma estuviese compuesta de partes, cada una de esas partes percibiría o todo el objeto o una parte solamente de él, y tendríamos en el primer caso tantas percepciones totales cuantas partes tuviera el alma; y en el segundo caso, tantas percepciones parciales cuantas partes tuviera el alma, pero nunca una percepción una e indivisa del objeto.
Nos lo prueba también la reflexión. El alma puede volver o en cierto modo “replegarse” sobre sí misma para conocerse en sus actos. Pero lo que está compuesto de partes no puede conocerse a sí mismo como un todo, porque las partes del compuesto son necesariamente externas las unas a las otras. Suponiendo que una parte pudiera conocerse a sí misma, las otras le serían totalmente extrañas. Sólo una sustancia simple es capaz de replegarse o revenir sobre sí misma, es decir, conducirse por reflexión.
Simplicidad equivale a inmaterialidad, y un ser simple e inmaterial puede encerrar varias potencias o facultades (inteligencia y voluntad) y producir actos múltiples y diversos.
b) El alma es espiritual
Somos seres corpóreos; esto es innegable y sería una pérdida de tiempo detenernos en probar esto (aunque algunas corrientes modernas hablan de cuerpos astrales y etéreos, que en definitiva no se sabe qué quieren decir con ello). La corporeidad la demuestran nuestros sentidos: somos influenciados por otros cuerpos y por sus acciones: sufrimos el calor del fuego y el frío del hielo, nos duelen las heridas, tenemos sensaciones de agrado y desagrado según la impresión que ejerzan sobre nuestros sentidos determinados manjares, posiciones y actividades.
Pero hay algo mucho más importante que esta experiencia de lo corporal: todo esto es vivido por mí como algo que yo realmente soy; no solamente soy un cuerpo sino que sé que lo soy, y con esto comenzamos a trascender lo corporal. “Este conocimiento que poseo de mi propia índole corpórea es un hecho intelectual, no un conocimiento sensible. Los sentidos no bastan para que el sujeto que los tiene se represente algo universal –supraindividual– como lo es el ser-cuerpo. El hombre necesita los sentidos para llegar a adquirir esta noción, y no solamente para ella, sino para todas las demás; pero no son los sentidos, sino el entendimiento, la facultad que las capta” . Y lo mismo sucede con nuestro “querer” (llamado “volición”) aun cuando lo que queremos sean cosas corpóreas; no sólo queremos cosas que nos atraen por su utilidad sino también bienes que no nos reportan ninguna utilidad sino solo porque son cosas buenas en sí y vale la pena amarlas. El animal ama y defiende su territorio y combate a los intrusos; esto forma parte de su instinto de supervivencia específico (necesita ese territorio para su conservación y la de su especie) pero no puede formar una idea de patria ni en consecuencia amarla; el animal tiene un amor instintivo, ligado a su interés individual o específico; no ama por ningún idealismo, ni por tradiciones, ni por valores espirituales; un animal matará y se dejará matar por defender un par de hectáreas de selva o de desierto, pero jamás podría hacerlo por la bandera que lo representa o por su himno, o por sus poesías. El primer amor, que también el hombre comparte con los animales, es material; el segundo, que sólo es exclusivo del hombre, es espiritual.
Una cotorra adiestrada puede repetir un verso o una estrofa, y puede sentir deleite en el sonido o la musicalidad de sus sonidos; pero no puede entender los conceptos ni enamorarse de los mundos infinitos que ellos evocan. Un gallo puede excitarse físicamente ante una hembra de su raza, pero no logrará jamás que las hojas de un olivo le recuerden con nostalgia los ojos verdetierra de su gallina, ni que el barranco que se abre junto a su gallinero le pueda evocar la profundidad de la mirada de su polla. Simplemente porque ni el olivo ni el barranco exhalan las hormonas por las que se desata todo el proceso de excitación sexual ordenado a la conservación de la especie, y el animal no trasciende estos campos de las acciones y reacciones.
Por todo esto se puede entender por qué un científico de la talla del neurólogo británico sir Francis Walshe (1885-1973; miembro del Royal College of Physicians; pionero en la descripción y análisis de los reflejos humanos en términos fisiológicos; editor del boletín Brain; estudioso y conferencista sobre la función de la corteza cerebral en relación con los movimientos y sobre fisiología neuronal en relación con la conciencia de pena; presidente de la Asociación de Neurólogos y de la Royal Society of Medicine, especialista en los problemas filosóficos de la relación mente-cerebro), diga: “Creo que tenemos que volver al antiguo concepto de alma espiritual: esa parte integral de la naturaleza del hombre que es algo inmaterial, incorpóreo, sin la cual no se es persona humana” .
or eso, debemos decir que ciertamente existe una estrechísima relación entre la mente (alma) y el cerebro humano (órgano corporal) que no conocemos todavía muy bien y cuyo estudio está en pañales. Hay que seguir investigando; pero también debemos reconocer dos cosas. La primera, nunca se podrá explicar el fenómeno del pensamiento (y todo lo relacionado con él; conciencia, querer, intencionalidad, subjetividad, etc.) reduciéndolo al cerebro (ya sean movimientos químicos, reacciones eléctricas, etc.); a lo sumo podremos constatar que cuando pensamos, o tenemos conciencia, o amamos, etc., hay reacciones en nuestro cerebro, y no puede ser de otra manera, puesto que el cerebro es el instrumento de que se sirve nuestra alma, y todo instrumento se inmuta al ser utilizado, pero su efecto lo trasciende (se mueve el pincel y desparrama el óleo combinando maravillosamente los colores en un cuadro de Van Gogh, pero ningún necio diría que es el pincel quien está produciendo la maravilla de un conjunto de girasoles ni el que está intentando darnos un mensaje “mental” a través de las formas estilizadas y de los colores elegidos, aunque el genio de Van Gogh sin pinceles fuese tan inútil como un manco). La segunda cosa es que la mayoría de los “científicos” que niegan el alma espiritual y reducen todo fenómeno mental al cerebro, no trabajan con honestidad científica, pues normalmente caen en uno de estos errores: o parten de que, de hecho, todo fenómeno mental es un fenómeno físico (como hace Crick) el cual no es un punto de partida sino que, en todo caso tendría que ser el punto de llegada, o bien al llegar a esta afirmación la dejan sin demostrar o la esquivan por ser difícil (y además, en lugar de dejarla en suspenso, la siguen sosteniendo como si estuviese demostrada), o simplemente apelan a que la mayoría de los científicos creen que la cosa es así, lo cual no es totalmente cierto, y aunque fuese cierto –o sea, si todos lo creyesen así– se olvidan de que la función de la ciencia no es pedirnos actos de fe –porque el científico no es Dios ni viene al mundo a revelar ningún misterio sobrenatural– sino que debe demostrar lo que postula o reconocer que se le escapa de su competencia por no poder demostrarlo; otra actitud fuera de ésta sería anticientífica (y precisamente esa es la que toman tales personajes; lo cual tiene un nombre: prejuicios materialistas). En todo caso, un científico que obra así no actúa científicamente sino que se comporta como un fundador de falsa religión, que pide fe sin hacer milagros para probarla; y tal vez eso sea lo que pretende una rama de la nueva ciencia. En este caso no sólo te está vendiendo una teoría que está en pañales sino “una teoría a la que ya habría que cambiarle los pañales”.
Teniendo esto en cuenta se comprende que un verdadero científico, como es John Eccles, Premio Nobel de Medicina por sus trabajos acerca del cerebro, haya acusado al cientificismo materialista de superstición, y haya dicho que “el materialismo carece de base científica, y los científicos que lo defienden están, en realidad, creyendo en una superstición. Lleva a negar la libertad y los valores morales, pues la conducta sería el resultado de los estímulos materiales. Niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto sexual: por eso, Popper ha dicho que Freud ha sido uno de los personajes que más daño han hecho a la humanidad en el último siglo y tuvo ocasión de comprobar que el método de Freud no es científico, pues trabajó hace muchos años en Viena en una clínica donde se aplicaba ese método. El materialismo, si se lleva a sus consecuencias, niega las experiencias más importantes de la vida humana: ‘nuestro mundo’ personal sería imposible”.
Y también: “La actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo automático. Pero podemos añadir un nivel de conciencia. Por ejemplo, cuando camino, ‘quiero’ ir más deprisa o más despacio. Incluso podemos envolver casi todo en la conciencia: ‘quiero’ andar con aire de Charlot, pensando cada paso y cada movimiento...” (...) “Monod me llamó ‘animista’; yo me limité a llamarle a él ‘supersticioso’, porque presentaba su materialismo como si fuera científico, lo cual no es cierto: es una creencia, y de tipo supersticioso”.
“Los fenómenos del mundo material son causas necesarias pero no suficientes para las experiencias conscientes y para mi ‘yo’ en cuanto sujeto de experiencias conscientes. Hay argumentos serios que conducen al concepto religioso del alma y su creación especial por Dios. Creo que en mi existencia hay un misterio fundamental que trasciende toda explicación biológica del desarrollo de mi cuerpo (incluyendo el cerebro) con su herencia genética y su origen evolutivo; y que si es así, lo mismo he de creer de cada uno de los otros y de todos los seres humanos” .
Tal vez bastaría recordar aquella anécdota que nos recuerda Hillaire: un positivista se esforzaba en probar que el alma era materia como el cuerpo y un sabio le contestó: “¡Cuánto ingenio ha gastado, señor, para probar que usted es una bestia!... Como se trata de un hecho personal le creemos confiados en su palabra...”