Mi turno. Es tradición señera y legendaria en la sociedad interconectada que la globalización, a través de las nuevas TIC que han ido incardinándose en nuestras vidas hasta hacerlas cotidianamente inseparables de nuestro ser (desde 2000, aproximadamente) y que han diluido fronteras y distancias antaño siderales en el espacio y en el tiempo, dejarse seducir por el fulgor insaciable de la voracidad informativa (o intoxicadora, con propósitos furcios ajenos al interés general), representada en los informativos 24 horas, en los boletines de noticias de prensa digital, radio y/o televisión, o ajenas a lo anterior, en las redes sociales, premiándose la novedad de lo instantáneo frente a la necesidad imperiosa del reposo que solamente el ejercicio del sosiego mediado por la reflexión se antojaría deseable en todos los órdenes de la comunidad que, como ciudadanos, conformamos: unos, desde el ámbito político-institucional, centrados en la toma de decisiones; otros, periodistas, fiscalizando aquélla, en aras de la
) indispensable en todo contrato social suscrito entre los gobernantes y sus representados; los terceros, profesionales de cada sector, centrados en la observación de la conducta más responsable en su ámbito de aplicación; y, en último término, cada uno, en su esfera estrictamente individual, y con la suma de las pequeñas voluntades que informan a cada cual, aunar voluntades en pos del bien general, tan largamente postergado de manera recurrente y ordinaria, en proporcion inversamente directa a las ocasiones en que ese término es manoseado y emanado de nuestra boca, hasta desgastarlo con mayor sordina que una gragea de chicle en extremo mascada y desprovista del torbellino de su sabor inicial.
Pues bien: en España (y que conste que lo afirmo desde una posición "institucional"), la responsabilidad de la mayor incidencia acumulada del SARS-COV-2 sobre nuestro país (en comparación con otros de nuestro entorno más inmediato) obedece a un compendio de factores políticos, económicos y socioculturales que nos define como tales desde hace varias décadas, y de ahí que no suponga ninguna casualidad que España se encuentre a la cola de lo que un buen día fue la UE-15 en desempleo y a la cola del mundo (en competencia directa con Estados Unidos y Brasil, con gobiernos negacionistas de la pandemia) en la gestión de la COVID.
Con más muertos por habitante que EE.UU., y aún peor si comparamos con Suecia, Alemania, Chequia, Dinamarca y otros Estados a los que les ha bastado la formación cultural que ya atesora de antemano la población (alentada y cultivada en virtud de un modelo educativo de enseñanza estable, coherente y transaccional, consensuado en sus aristas fundamentales entre los estamentos político, educativo y familiar, sin disrupciones bruscas ante cambios de signo político en el Gobierno, sostenido durante largos lapsos cronológicos de tiempo) para controlar la pandemia y sin paralizar la economía “a coste cero”.
Un modelo económico-productivo pírrico en inversión en I+D+I, como producto de una apuesta nada decidida por la sociedad del conocimiento, heredado del régimen autocrático predecesor y sin voluntad alguna de cambio y/o transformación en los cuarenta años posteriores en el ciclo democrático posterior por los ejecutivos que han ido sucediéndose en las arenas nacional, autonómica y municipal, con el motor turístico español (campo, sol y playa) ofreciendo una imagen inquietante como casi la única gallina de los huevos a la que ya hemos exprimido hasta la última gota, fiando todo el futuro (el de muchas localidades) a una única fuente de ingresos, de ocupación y de especulación (la burbuja inmobiliaria desde fines de los noventa hasta 2013, ha cedido su testigo al boom de las macroproducciones de producción intensiva en la todopoderosa industria cárnica -con el consiguiente deterioro del hábitat medioambiental, producto del desaforado consumo de carne y la generación de ingentes cantidades de purines-, o la práctica ingente de los monocultivos ilegales (frambuesa, aguacate - sierra de Doñana -Huelva-) que terminarán, a la postre, degradando arroyos y afluentes imprescindibles para la subsistencia de empleos (y de la propia calidad de vida) de pueblos del interior que se verán marchitados por la despoblación, la ruina y la miseria. O el sacrosanto sector servicios de terracitas y bares que precisan de una baja cualificación profesional, traducida en tasas de temporalidad -o directamente conducentes al subempleo informal, y el práctico desmantelamiento (desde fines de los setenta) de nuestra antaño potente industria, en consonancia con el capitalismo de amigos por el que siempre se privatizan los beneficios (las empresas más pujantes del sector público) y se socializan las pérdidas (permaneciendo en aquél).
Pero el ridículo de España es mayor en paro. Somos líderes de treinta países, con un 16%. Y en paro juvenil, por ejemplo, no tenemos rival. En cambio, la República Checa o Polonia, por ilustrar algunas muestras, disponen en este campo de apenas un 3%, en Italia no supone el 10% y el resto de Europa se encuentra por debajo de dicho umbral.
Ya lo sostenía Francisco Giner de los Ríos, creador y fundador de la hoy olvidada (y denostada) Institución Libre de Enseñanza, cuando afirmaba que nuestro país de cuanto precisa es de la puesta en marcha de un
PROGRAMA, de un
PROYECTO DE PAÍS, hoy (ayer, y a buen seguro mañana), en el desván de los sueños rotos. La solución estriba en la educación integral en valores cívicos de los jóvenes y de toda la sociedad en su conjunto. Tiene que prevalecer un cambio cultural de hondas raíces copiando todo lo bueno de Europa (o de otras latitudes, como en el caso de la COVID, Australia o Nueva Zelanda), y abandonando la arraigada picaresca española tan afamada en las obras de Quevedo que no nos conduce a ninguna parte, si no a la partera hegeliana en la que este filósofo ya nos situó en el siglo XIX. ¿A dónde nos ha llevado ser el país que más ayudas ha recibido de Europa (fondos FEDER) en treinta y cuatro años, si proseguimos con las mismas cifras de paro y salarios bajos -que se traduce en una habitabilidad en espacios estrechos, cerrados, con muchas personas a tu enderredor -familia directa y de procedencia conyugal, bajo un mismo techo; de ahí la correlación existente entre contagio por COVID y un menor nivel socioeconómico y de calidad en las condiciones de vida-? Sin duda, algo se está haciendo muy mal en España, desde tiempo inmemorial.
En mi opinión, el nexo de origen común del paro y la COVID proviene de que la prioridad del español medio descansa en la cultura barata. Ningún país nos vence en botellones, ni en comas etílicos de nuestra juventud. Somos líderes en salir de copas, en salir a tomar algo, en salir por salir como pollos sin cabeza, referentes en ocio nocturno, en fiestas, reuniones y celebraciones. Adalides en ver telebasura, en conexión en redes sociales para cuestiones ajenas a la información de veras, con mayúsculas (en nuestra cápsula ajena al sentir del otro), en escuchar el balbuceo incontinente de políticos, periodistas y tertulianos (u opinadólogos expertos, al parecer, de todo, aunque no reúnan tal calificativo acreditado para ello) que dicen lo uno y su contrario unos días, semanas, meses más tarde, sin despeinarse, ni asumir responsabilidades por su error, todo ello sin plasmarse en ninguna acción concreta que inspire certidumbre y seguridad. ¿La respuesta? El
cinismo democrático: la trivialización de la gravedad del hecho consumado; la prevalencia del sálvese quien pueda; la creencia de que uno permanecerá inmune al peligro por ser él mismo (hasta que le toque en desgracia). Ahí ya nos acordaremos de la Administración de turno a la que hemos tenido postergada en nuestro orden personal de prioridades, la cual es como es y procede conforme a sus plazos y minados recursos y personal, porque, entre otras causas, con nuestro voto -el único utensilio que podría incidir en la vida de nuestra demos en las democracias representativas de carácter electivo-, con nuestra dejación de funciones, o directamente mala elección, hemos permitido dicha situación. Porque todo en esta vida, sus conquistas y miserias, logros y derrotas, ha devenido del irremediable y previo ejercicio de la
elección consciente, desde que nos levantamos, desperezándonos de la cama, hasta el eclipse del sol, adoptamos criterios que contribuyen a mejorar -o a embarrar- el entorno en que coexistimos.
En suma, una acción de gobiernos a escala multinivel heterónoma y pusilánime, temerosa de una opinión publicada volátil y voluble que no piensa, en la mayoría de ocasiones, por ella misma, sino por los prestidigitadores de la creación de las tendencias y corrientes de pensamiento del momento; una dinámica partidocrática en la que prepondera la polarización, como expresión del punto precedente; unos mass-media que, endeudados y en manos, en algunos supuestos, de fondos de inversión de capital riesgo, más que a la difusión de lo esencial para mantenerse uno informado, recurren a la persuasión, con sus encuadres y atribuciones de responsabilidad dirigidos como dardos punzantes hacia unos actores o a otros, según el prisma desde el que se mire, por el afán de obtención de una mayor cuota de pantalla con la que apuntalar las ganancias con las que sostener a ese medio; expertos, miles de expertos de todo pelaje y género (hace una década, económicos; hoy, epidemiólogos), que pontifican y hablan y hablan sin cesar, cuando en España se precisa de la siguiente máxima: si no tienes nada mejor que ofrecer, por el momento, al público respetable, no digas nada. Silencio. El saber elemental de la correcta y certera administración de los tiempos y plazos, el cual se ha perdido por mor de la marea volcánica que nunca cesa del malestar mediático y social, de nuestra
mala leche hispánica, ahora trasplantable a nuestro ídolo de silicio: la pantalla de nuestro sempiterno compañero de fatigas: el dispositivo móvil.
Y en medio de todo el vodevil telenovelesco, cuyo esperpéntico trazo habría firmado el mismísimo Valle-Inclán en
El Ruedo Ibérico, el español medio (como el de cualesquiera otras nacionalidades, este síndrome se ha internacionalizado y ya no es exclusivo de aquí) que asiste a todo sumido en la narcolepsia de un paciente el cual conlleva dormido sin remedio demasiado tiempo, infantilizado por un modelo de sociedad que le ha instruido como
ciudadano nif (competidor entre sí, contribuyente y consumidor en la sopa de consumo del mercado como único horizonte vital) y el cual es el único que conoce como tal, y del que es el gran (no único, pero sí más relevante)
RESPONSABLE de todo cuanto nos acontece en nuestro devenir histórico como pueblo. La voluntad política (que no existe como tal), es a todas luces conocida; pero no lo es menos que la fuerza social (y ésta en España, aunque se advierta levemente, no es socialmente mayoritaria). La gangrena, cual espora, no surge de la nada: brota de una coalición negativa de intereses que, difiriendo en muchos pareceres, coincide en un punto compartido: que todo continúe igual en el fondo, aunque cambie de forma (¡Viva Lampedusa!). Así, el español se mantendrá fiel a sus mantras bien inveterados, transmisibles intergeneracionalmente: la filosofía artera
del más, por menos (¡maldita nueva teoría de la gestión pública!); el
quítate tú, que me pongo yo; el proverbial
qué hay de lo mío; o el no menos icónico
"¡qué va a ser de nuestra existencia sin (y pongan cuanto estimen oportuno; os sugiero alternativas, como
"la campaña estacional de verano";
"la Semana Santa";
"la fiesta popular de mi comarca"; o, más recientemente, la campaña propagandística
"Hay que salvar la Navidad").
Me despido con el último sondeo de opinión que el
Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) publicó hace un par de días, en el que apremiaba a los ciudadanos españoles a que se pronunciaran sobre su grado variable de inquietud ante el coronavirus, y los efectos que de él se han derivado desde entonces en lo personal, familiar, laboral, o en el plano anímico. La respuesta no encierra ningún desperdicio: para la mayor parte de encuestados (un trabajo que ha gozado de un tamaño de muestra cifrado en casi tres mil entrevistas, una cuantía estadísticamente bastante respetable), cuanto más le ha desazonado desde el pasado mes de marzo ha sido... el vaciamiento de calles y comercios. En último término, aparece el dolor por la pérdida de algún familiar, amigo o conocido.
El primer sondeo dedicado a las consecuencias del coronavirus también revela que el 47% de los españoles está más preocupado por los efectos en la salud que por las consecuencias económicas
www.eldiario.es
En fin..., parafraseando a mi modo a Nelson Mandela,
"nada resulta tan deshumanizador, como la ausencia del más mínimo indicio de empatía humana".
He dicho.