Garabís
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REPORTAJE: Madonna, Prince, M. Jackson
Las últimas estrellas
Los tres cumplen 50 años en los próximos meses. Y siguen ocupando sus tronos. Han provocado, han abierto puertas. El titubeante negocio de la música no ha sido capaz de crear figuras que reemplacen a estos ARTISTAS en el imaginario popular. Esto es un viaje por el pasado, el presente y el futuro de la música. acompañado de los ersonalísimos recuerdos de tres ‘fans’ confesos.
Quizá habrían preferido que la fecha pasara inadvertida. En el negocio de la música popular, viejo parece ser la palabra más fea: el de la edad es el flanco desprotegido, por el que llegan ataques triviales. Olvidemos esas mentes simplonas. Cada uno envejece como mejor puede. Ni Madonna ni Prince parecen haber bajado su ritmo, dentro o fuera del escenario; el caso de Michael Jackson tiene otras peculiaridades, que desdichadamente le alejan de las giras regulares y los discos entregados con puntualidad. Aun así, Michael cuenta con un extraordinario capital: se trata de una de las personas más reconocibles del planeta. Y todos los desastres acumulados en los últimos 20 años, desde su reconstrucción física hasta sus crisis de liquidez, no oscurecen sus logros: seguramente, Jackson tiene más canciones universales que Madonna y Prince juntos.
En realidad, entre ellos hay más contrastes que coincidencias. Sí, se podría hablar de un origen similar: la América proletaria, clase media-baja. Ninguno de ellos nació con una cuchara de plata, aunque tampoco pasaron estrecheces. Todos crecieron en familias frágiles o problemáticas.
Prince Rogers Nelson vino al mundo en Minneapolis el 7 de junio de 1958. Hijo de un pianista de jazz y una cantante, la pareja se separó y Prince no congenió con su padrastro. Algo parecido, con respecto a la mujer que reemplazó a su madre fallecida, le ocurrió a Madonna Louise Veronica Ciccone, nacida el 16 de agosto de 1958 en un suburbio de Detroit. Madonna tuvo la desgracia de ser la mayor de una familia numerosa, una adolescente abrumada por tareas de persona adulta. Mientras que Michael Joseph Jackson fue el juguete de otra tropa de mocosos desde que se materializó en Gary (Indiana) el 29 de agosto de 1958. No le duraron mucho los mimos: Michael tuvo que lidiar con las ansiosas expectativas de su padre, que deseaba que sus hijos se hicieran un hueco en el mundo del espectáculo.
Y lo logró gracias a la potente maquinaria de Motown Records: Michael Jackson ya era toda una estrella cuando Prince y Madonna todavía iban a la escuela. Triunfó primero con sus hermanos, los dinámicos Jackson Five, y con su carrera paralela como solista a partir de 1971. En realidad, la experiencia vital de Michael es única. De crío conoció los locales más sórdidos de los barrios negros, donde los Jackson actuaban como una novedad, entre veteranos humoristas resabiados y damas del strip-tease. Dicen que lo que allí vio, incluyendo alguna broma pesada de sus hermanos, le creó una fobia al sexo que puede explicar algunas de sus desdichas.
Estamos hablando de alguien que apenas tuvo niñez, alguien que ingresó a los 11 años en el olimpo de la fama y que nunca lo ha abandonado. Michael ha pasado cuatro quintas partes de su existencia en una burbuja dorada, y su conexión con el mundo real ha sido tirando a tenue. Todos sus actos parecen calculados para seguir escalando por la cucaña, incluyendo la construcción de su personaje de gran excéntrico, una creación tan lograda que estuvo a punto de mandarle a la cárcel.
Algunos ingenuos creen que aquellas acusaciones de pederastia acabaron definitivamente con sus posibilidades de reconquistar algo parecido a la posición que tuvo en los años ochenta, cuando Thriller le convirtió en el vocalista (¡y el bailarín!) más popular de la Tierra. Pero no, siempre hay margen para un retorno triunfal: nos encantan las narrativas del héroe destrozado que, rompiéndose las uñas, vuelve a salir a la superficie tras público arrepentimiento.
De hecho, Michael tiene relativamente fácil volver a triunfar. La industria de la música negra funciona con productores que aportan su conocimiento de las últimas tendencias en dosis matemáticamente calculadas para destacar en el mercado. Michael ya ha contado con este tipo de mercenarios y podría volver a hacerlo. El problema es que Michael no debería conformarse con sonar como alguien del montón: en Thriller y su maravilloso predecesor, Off the wall, funcionó como sintetizador de tendencias, y allí estaba un Quincy Jones para potenciar sus hallazgos. En el siglo XXI, con sus garrafales errores de juicio, cuesta imaginar a un Michael Jackson ejerciendo de alquimista.
Pero siempre se puede regresar. Lo demostró Prince al romper con Warner, la discográfica en la que desarrolló la parte más brillante de su trayectoria, tras una sonrojante batalla pública en la que incluso se escribió la palabra “esclavo” en la cara. Sin embargo, su emancipación se ha demostrado modélica. Desde hace 10 años, Prince no busca contratos de grabación: prefiere los acuerdos de distribución, firmados disco a disco. Se puede permitir irregularidades como regalar su último lanzamiento a los lectores de un periódico británico, o –lo hizo en Estados Unidos– a los compradores de una entrada para verle en directo.
La fiereza con que Prince pelea por sus derechos resulta agobiante. Se halla en litigios con YouTube y eBay para que no comercien con su música. Se ha ganado la antipatía de sus fans más devotos al exigir que eliminen de sus páginas web cualquier foto, portada, música o letra sujeta a copyright. Está tan seguro de sus poderes que puede permitirse irritar al núcleo duro de su público.
La base económica de Prince son sus conciertos. Por lo menos en su país, ha prescindido de los intermediarios: es el promotor de sus propias giras, alquila grandes recintos y deja que Internet difunda la noticia. Saca rendimiento a su afición por tocar: explota sus jam sessions, que tienen lugar después del concierto, en clubes que pagan caro por el privilegio. Ese sistema le permite una insólita flexibilidad.
Incluso está pensando en quedarse en Las Vegas: en vez de viajar buscando a su público, exige que los paganos viajen para verle. Lo hizo el pasado verano: 21 noches en un recinto londinense. Funcionó, ya que sus seguidores saben que suele tener bandas extremadamente eclécticas. Un concierto de Prince puede sorprender incluso al seguidor habitual, algo imposible en otras superestrellas, milimetrados de principio a fin.
Lo que hace grande a Prince es la confluencia de arquetipos. Primero, ejerce de músico itinerante, como los bluesmen y jazzmen de leyenda. Segundo, se parece mucho a ese mito del genio total: domina los secretos del estudio, puede grabar en total soledad, es extraordinariamente prolífico, se expresa en muchos lenguajes musicales. Tercero, se vende como amante perfecto, incluso ahora, que ha renunciado a sus fantasías libertinas.
Con todo, fue eclipsado durante sus triunfales años ochenta por el estrellato de Michael. Prince también generó una niebla mística a su alrededor, pero su misterio empequeñecía al lado de la megalomanía imperial de Jackson: sus fantasías eran más asimilables, con su paraíso privado (Paisley Park, combinación de residencia y centro de trabajo), un supuesto harén, su control de los medios de producción, su club particular. Tiene gracia que semejante hedonista haya terminado convertido en testigo de Jehová, miembro de una Iglesia que contó con la familia Jackson entre sus devotos. Las casualidades no cesan: uno de los hijos de Michael es apodado Prince, y otro se llama –¡de verdad!– Prince Michael Jackson II.
Las relaciones entre Prince y Michael han sido distantes y llenas de suspicacias. Por el contrario, Prince ha entrado cautelosamente en el planeta Madonna, con la que ha colaborado discográficamente. Eso no debe sorprender: Madonna tiene un déficit en lo musical y está abierta a transfusiones de talento, siempre que ella regule el flujo. En realidad, la gran obra de la chica material es su propia carrera, y allí ha realizado jugadas que Prince no ha sabido concluir con éxito. El chico púrpura tuvo que aguantar que Warner cerrara el grifo que alimentaba su sello particular, Paisley Park Records, mientras que la misma multinacional terminó comprando la parte de Madonna en su exitosa discográfica, Maverick Records.
Y está el cine. Prince ha abandonado sus pretensiones en este campo tras sus pinchazos como director en Under the cherry moon (1986) y Graffiti bridge (1990), dos endebles películas a su servicio. Por su parte, Madonna no ha logrado establecerse como actriz respetable, pero sigue en la batalla: supervisa sus sucesivos documentales y hasta acaba de estrenarse como realizadora con Filth and wisdom.
Ocurre que la de cantante es una definición escasa para Madonna. Ella es una vedette, una luminaria del show business cuyo principal producto es ella misma y su pasmosa vida. Es lo menos rock and roll del mundo: pertenece a la generación de las discotecas, gente que considera el rock como algo risible por sus ínfulas y por su machismo. Nada tenía que ver Madonna con el resto de los que recibieron ese día el mismo honor: Leonard Cohen, The Ventures, John Mellencamp o los Dave Clark Five.
Madonna no iba a despreciar esa oportunidad de pavonearse. En vez de buscarse un introductor venerable, se llevó a Justin Timberlake, un peso ligero del pop que está a su servicio en su nuevo disco, Hard candy (para más inri, un antiguo novio de una competidora, Britney Spears). Luego, ella soltó un largo discurso en el que tuvo un recuerdo especial para los que dudaban de su arte: “Esos que decían que no tenía talento, que estaba gordita, que no podía cantar, que no iba a conseguir más que un éxito, me empujaron a hacerlo mejor”.
El rencor puede ser parte del combustible que alimenta a Madonna; el resto se llama, sin duda, ambición. Esa combinación se hace evidente en sus encuentros con la prensa. A diferencia de Prince o Michael Jackson, cervatillos que evitan las entrevistas, Madon¬na se deleita en acobardar a los periodistas. Ni siquiera disimula su desprecio por el interrogador: no se rebaja a explicar o discutir, lo suyo es imponer sus argumentos con un gesto de suficiencia. Para intimidar más, está respaldada por su jefa de prensa, Liz Rosenberg, que trabaja silenciosa desde un rincón de la habitación.
Su ego es tan descomunal como su dedicación. Consagra las 24 horas del día a idear planes y a esculpir su principal instrumento, su cuerpo. El secreto de su carrera reside en su constante reinvención, un proceso para el que cuenta con los más habilidosos diseñadores, fotógrafos, estilistas, videoartistas, coreógrafos, etcétera.
Sus metamorfosis dan quebraderos de cabeza a los analistas que intentan descodificar sus reencarnaciones. Qué asombrosa audacia la de Madonna: la exploradora de los tabúes sexuales se transforma en autora de cuentos infantiles, la vituperadora del catolicismo se convierte en devota de la cábala, la propagandista del carpe diem tiene espasmos de activismo político. Todas las paradojas que quieran: la irreverente yanqui que se recicla en almidonada dama británica, la disco girl que adopta el modo confesional de las cantautoras, la reina del videoclip que prohíbe a sus hijos ver televisión.
Tal capacidad para la regeneración explica que Madonna no haya sufrido graves bajones. Si tropieza en algún proyecto, generalmente cinematográfico, inmediatamente resurge con una poderosa imagen o un disco adhesivo. Si no tiene producto para vender proclama a los cuatro vientos algún contrato deslumbrante con Warner, H&M o Live Nation (su segunda carrera triunfal es la de business woman). Además cuenta con inapreciables ayudas: cuando su discurrir parece rutinario truenan en contra de ella los portavoces del Vaticano, el judaísmo ortodoxo o alguna ONG indignada por su adopción de un huérfano africano (que resultó tener padre). Y vuelta a empezar con el entretenimiento global: quién es, qué pretende esta mujer.
En realidad, la tríada de Madonna, Michael y Prince se mantiene por proceder de una época en la que las figuras tenían carisma. Ahora los artistas están miniaturizados: nos llegan a través de una ventana en nuestro ordenador, su música se pierde en las entrañas de nuestros reproductores de MP3. Las estrellas actuales descubren que es imposible conservar un enigma cuando sus vidas están vigiladas siete días a la semana por necesidades de la industria del voyeurismo, que proporciona materia prima a un millón de blogs y columnistas comodones. Sin ese elemento enigmático resulta duro mantener la fascinación.
Los tres llegan a los 50 años con unas finanzas sólidas. Perdón, aquí también deberíamos aplicar la excepción a Michael, el más inclinado al despilfarro. Pero Jackson tiene el colchón de sus felices inversiones de los años ochenta, cuando se hizo con los derechos editoriales de los Beatles y otros artistas en una jugada. Con semejante máquina de hacer dinero sin sudar, se puede permitir no explotar la principal cantera de sus coetáneos: los directos. Aun así puede verse obligado a volver a la carretera en los próximos tiempos.
Michael haría bien en tomar lecciones de Mick Jagger, un amigo ocasional al que desprecia por sus carencias vocales. Pero aunque sexagenarios, los Rolling Stones lideran las estadísticas de ingresos brutos por actuaciones. Al final va a ser cierto aquello que cantaba la juvenil Aaliyah: “Age ain’t nothing but a number”. Ella usaba lo de “la edad no es nada más que un número” para justificar sus amoríos con R. Kelly, un mayor de edad. Ahora se puede aplicar a otros casos: este verano podremos ver a Leonard Cohen, un señor de 73 años, encabezando el cartel de festivales para veinteañeros. En comparación, los nacidos en 1958 lucen como unos pipiolos.
El País.
Las últimas estrellas
Los tres cumplen 50 años en los próximos meses. Y siguen ocupando sus tronos. Han provocado, han abierto puertas. El titubeante negocio de la música no ha sido capaz de crear figuras que reemplacen a estos ARTISTAS en el imaginario popular. Esto es un viaje por el pasado, el presente y el futuro de la música. acompañado de los ersonalísimos recuerdos de tres ‘fans’ confesos.
Quizá habrían preferido que la fecha pasara inadvertida. En el negocio de la música popular, viejo parece ser la palabra más fea: el de la edad es el flanco desprotegido, por el que llegan ataques triviales. Olvidemos esas mentes simplonas. Cada uno envejece como mejor puede. Ni Madonna ni Prince parecen haber bajado su ritmo, dentro o fuera del escenario; el caso de Michael Jackson tiene otras peculiaridades, que desdichadamente le alejan de las giras regulares y los discos entregados con puntualidad. Aun así, Michael cuenta con un extraordinario capital: se trata de una de las personas más reconocibles del planeta. Y todos los desastres acumulados en los últimos 20 años, desde su reconstrucción física hasta sus crisis de liquidez, no oscurecen sus logros: seguramente, Jackson tiene más canciones universales que Madonna y Prince juntos.
En realidad, entre ellos hay más contrastes que coincidencias. Sí, se podría hablar de un origen similar: la América proletaria, clase media-baja. Ninguno de ellos nació con una cuchara de plata, aunque tampoco pasaron estrecheces. Todos crecieron en familias frágiles o problemáticas.
Prince Rogers Nelson vino al mundo en Minneapolis el 7 de junio de 1958. Hijo de un pianista de jazz y una cantante, la pareja se separó y Prince no congenió con su padrastro. Algo parecido, con respecto a la mujer que reemplazó a su madre fallecida, le ocurrió a Madonna Louise Veronica Ciccone, nacida el 16 de agosto de 1958 en un suburbio de Detroit. Madonna tuvo la desgracia de ser la mayor de una familia numerosa, una adolescente abrumada por tareas de persona adulta. Mientras que Michael Joseph Jackson fue el juguete de otra tropa de mocosos desde que se materializó en Gary (Indiana) el 29 de agosto de 1958. No le duraron mucho los mimos: Michael tuvo que lidiar con las ansiosas expectativas de su padre, que deseaba que sus hijos se hicieran un hueco en el mundo del espectáculo.
Y lo logró gracias a la potente maquinaria de Motown Records: Michael Jackson ya era toda una estrella cuando Prince y Madonna todavía iban a la escuela. Triunfó primero con sus hermanos, los dinámicos Jackson Five, y con su carrera paralela como solista a partir de 1971. En realidad, la experiencia vital de Michael es única. De crío conoció los locales más sórdidos de los barrios negros, donde los Jackson actuaban como una novedad, entre veteranos humoristas resabiados y damas del strip-tease. Dicen que lo que allí vio, incluyendo alguna broma pesada de sus hermanos, le creó una fobia al sexo que puede explicar algunas de sus desdichas.
Estamos hablando de alguien que apenas tuvo niñez, alguien que ingresó a los 11 años en el olimpo de la fama y que nunca lo ha abandonado. Michael ha pasado cuatro quintas partes de su existencia en una burbuja dorada, y su conexión con el mundo real ha sido tirando a tenue. Todos sus actos parecen calculados para seguir escalando por la cucaña, incluyendo la construcción de su personaje de gran excéntrico, una creación tan lograda que estuvo a punto de mandarle a la cárcel.
Algunos ingenuos creen que aquellas acusaciones de pederastia acabaron definitivamente con sus posibilidades de reconquistar algo parecido a la posición que tuvo en los años ochenta, cuando Thriller le convirtió en el vocalista (¡y el bailarín!) más popular de la Tierra. Pero no, siempre hay margen para un retorno triunfal: nos encantan las narrativas del héroe destrozado que, rompiéndose las uñas, vuelve a salir a la superficie tras público arrepentimiento.
De hecho, Michael tiene relativamente fácil volver a triunfar. La industria de la música negra funciona con productores que aportan su conocimiento de las últimas tendencias en dosis matemáticamente calculadas para destacar en el mercado. Michael ya ha contado con este tipo de mercenarios y podría volver a hacerlo. El problema es que Michael no debería conformarse con sonar como alguien del montón: en Thriller y su maravilloso predecesor, Off the wall, funcionó como sintetizador de tendencias, y allí estaba un Quincy Jones para potenciar sus hallazgos. En el siglo XXI, con sus garrafales errores de juicio, cuesta imaginar a un Michael Jackson ejerciendo de alquimista.
Pero siempre se puede regresar. Lo demostró Prince al romper con Warner, la discográfica en la que desarrolló la parte más brillante de su trayectoria, tras una sonrojante batalla pública en la que incluso se escribió la palabra “esclavo” en la cara. Sin embargo, su emancipación se ha demostrado modélica. Desde hace 10 años, Prince no busca contratos de grabación: prefiere los acuerdos de distribución, firmados disco a disco. Se puede permitir irregularidades como regalar su último lanzamiento a los lectores de un periódico británico, o –lo hizo en Estados Unidos– a los compradores de una entrada para verle en directo.
La fiereza con que Prince pelea por sus derechos resulta agobiante. Se halla en litigios con YouTube y eBay para que no comercien con su música. Se ha ganado la antipatía de sus fans más devotos al exigir que eliminen de sus páginas web cualquier foto, portada, música o letra sujeta a copyright. Está tan seguro de sus poderes que puede permitirse irritar al núcleo duro de su público.
La base económica de Prince son sus conciertos. Por lo menos en su país, ha prescindido de los intermediarios: es el promotor de sus propias giras, alquila grandes recintos y deja que Internet difunda la noticia. Saca rendimiento a su afición por tocar: explota sus jam sessions, que tienen lugar después del concierto, en clubes que pagan caro por el privilegio. Ese sistema le permite una insólita flexibilidad.
Incluso está pensando en quedarse en Las Vegas: en vez de viajar buscando a su público, exige que los paganos viajen para verle. Lo hizo el pasado verano: 21 noches en un recinto londinense. Funcionó, ya que sus seguidores saben que suele tener bandas extremadamente eclécticas. Un concierto de Prince puede sorprender incluso al seguidor habitual, algo imposible en otras superestrellas, milimetrados de principio a fin.
Lo que hace grande a Prince es la confluencia de arquetipos. Primero, ejerce de músico itinerante, como los bluesmen y jazzmen de leyenda. Segundo, se parece mucho a ese mito del genio total: domina los secretos del estudio, puede grabar en total soledad, es extraordinariamente prolífico, se expresa en muchos lenguajes musicales. Tercero, se vende como amante perfecto, incluso ahora, que ha renunciado a sus fantasías libertinas.
Con todo, fue eclipsado durante sus triunfales años ochenta por el estrellato de Michael. Prince también generó una niebla mística a su alrededor, pero su misterio empequeñecía al lado de la megalomanía imperial de Jackson: sus fantasías eran más asimilables, con su paraíso privado (Paisley Park, combinación de residencia y centro de trabajo), un supuesto harén, su control de los medios de producción, su club particular. Tiene gracia que semejante hedonista haya terminado convertido en testigo de Jehová, miembro de una Iglesia que contó con la familia Jackson entre sus devotos. Las casualidades no cesan: uno de los hijos de Michael es apodado Prince, y otro se llama –¡de verdad!– Prince Michael Jackson II.
Las relaciones entre Prince y Michael han sido distantes y llenas de suspicacias. Por el contrario, Prince ha entrado cautelosamente en el planeta Madonna, con la que ha colaborado discográficamente. Eso no debe sorprender: Madonna tiene un déficit en lo musical y está abierta a transfusiones de talento, siempre que ella regule el flujo. En realidad, la gran obra de la chica material es su propia carrera, y allí ha realizado jugadas que Prince no ha sabido concluir con éxito. El chico púrpura tuvo que aguantar que Warner cerrara el grifo que alimentaba su sello particular, Paisley Park Records, mientras que la misma multinacional terminó comprando la parte de Madonna en su exitosa discográfica, Maverick Records.
Y está el cine. Prince ha abandonado sus pretensiones en este campo tras sus pinchazos como director en Under the cherry moon (1986) y Graffiti bridge (1990), dos endebles películas a su servicio. Por su parte, Madonna no ha logrado establecerse como actriz respetable, pero sigue en la batalla: supervisa sus sucesivos documentales y hasta acaba de estrenarse como realizadora con Filth and wisdom.
Ocurre que la de cantante es una definición escasa para Madonna. Ella es una vedette, una luminaria del show business cuyo principal producto es ella misma y su pasmosa vida. Es lo menos rock and roll del mundo: pertenece a la generación de las discotecas, gente que considera el rock como algo risible por sus ínfulas y por su machismo. Nada tenía que ver Madonna con el resto de los que recibieron ese día el mismo honor: Leonard Cohen, The Ventures, John Mellencamp o los Dave Clark Five.
Madonna no iba a despreciar esa oportunidad de pavonearse. En vez de buscarse un introductor venerable, se llevó a Justin Timberlake, un peso ligero del pop que está a su servicio en su nuevo disco, Hard candy (para más inri, un antiguo novio de una competidora, Britney Spears). Luego, ella soltó un largo discurso en el que tuvo un recuerdo especial para los que dudaban de su arte: “Esos que decían que no tenía talento, que estaba gordita, que no podía cantar, que no iba a conseguir más que un éxito, me empujaron a hacerlo mejor”.
El rencor puede ser parte del combustible que alimenta a Madonna; el resto se llama, sin duda, ambición. Esa combinación se hace evidente en sus encuentros con la prensa. A diferencia de Prince o Michael Jackson, cervatillos que evitan las entrevistas, Madon¬na se deleita en acobardar a los periodistas. Ni siquiera disimula su desprecio por el interrogador: no se rebaja a explicar o discutir, lo suyo es imponer sus argumentos con un gesto de suficiencia. Para intimidar más, está respaldada por su jefa de prensa, Liz Rosenberg, que trabaja silenciosa desde un rincón de la habitación.
Su ego es tan descomunal como su dedicación. Consagra las 24 horas del día a idear planes y a esculpir su principal instrumento, su cuerpo. El secreto de su carrera reside en su constante reinvención, un proceso para el que cuenta con los más habilidosos diseñadores, fotógrafos, estilistas, videoartistas, coreógrafos, etcétera.
Sus metamorfosis dan quebraderos de cabeza a los analistas que intentan descodificar sus reencarnaciones. Qué asombrosa audacia la de Madonna: la exploradora de los tabúes sexuales se transforma en autora de cuentos infantiles, la vituperadora del catolicismo se convierte en devota de la cábala, la propagandista del carpe diem tiene espasmos de activismo político. Todas las paradojas que quieran: la irreverente yanqui que se recicla en almidonada dama británica, la disco girl que adopta el modo confesional de las cantautoras, la reina del videoclip que prohíbe a sus hijos ver televisión.
Tal capacidad para la regeneración explica que Madonna no haya sufrido graves bajones. Si tropieza en algún proyecto, generalmente cinematográfico, inmediatamente resurge con una poderosa imagen o un disco adhesivo. Si no tiene producto para vender proclama a los cuatro vientos algún contrato deslumbrante con Warner, H&M o Live Nation (su segunda carrera triunfal es la de business woman). Además cuenta con inapreciables ayudas: cuando su discurrir parece rutinario truenan en contra de ella los portavoces del Vaticano, el judaísmo ortodoxo o alguna ONG indignada por su adopción de un huérfano africano (que resultó tener padre). Y vuelta a empezar con el entretenimiento global: quién es, qué pretende esta mujer.
En realidad, la tríada de Madonna, Michael y Prince se mantiene por proceder de una época en la que las figuras tenían carisma. Ahora los artistas están miniaturizados: nos llegan a través de una ventana en nuestro ordenador, su música se pierde en las entrañas de nuestros reproductores de MP3. Las estrellas actuales descubren que es imposible conservar un enigma cuando sus vidas están vigiladas siete días a la semana por necesidades de la industria del voyeurismo, que proporciona materia prima a un millón de blogs y columnistas comodones. Sin ese elemento enigmático resulta duro mantener la fascinación.
Los tres llegan a los 50 años con unas finanzas sólidas. Perdón, aquí también deberíamos aplicar la excepción a Michael, el más inclinado al despilfarro. Pero Jackson tiene el colchón de sus felices inversiones de los años ochenta, cuando se hizo con los derechos editoriales de los Beatles y otros artistas en una jugada. Con semejante máquina de hacer dinero sin sudar, se puede permitir no explotar la principal cantera de sus coetáneos: los directos. Aun así puede verse obligado a volver a la carretera en los próximos tiempos.
Michael haría bien en tomar lecciones de Mick Jagger, un amigo ocasional al que desprecia por sus carencias vocales. Pero aunque sexagenarios, los Rolling Stones lideran las estadísticas de ingresos brutos por actuaciones. Al final va a ser cierto aquello que cantaba la juvenil Aaliyah: “Age ain’t nothing but a number”. Ella usaba lo de “la edad no es nada más que un número” para justificar sus amoríos con R. Kelly, un mayor de edad. Ahora se puede aplicar a otros casos: este verano podremos ver a Leonard Cohen, un señor de 73 años, encabezando el cartel de festivales para veinteañeros. En comparación, los nacidos en 1958 lucen como unos pipiolos.
El País.
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