En relación con la temática objeto de este post, yo no mantengo una opinión, como los demás usuarios puedan verter, en un sentido u otro, fundada en apreciaciones de signo subjetivo, próximas o no a la realidad, de cuanto hayan podido leer, informarse (o, más bien, desinformarse, en redes sociales, o por los medios de comunicación de masas, agentes activos de la infoxicación que tanto afecta y corroe a las mentes de los hombres y mujeres de hoy, moldeándolas al gusto del gate-keeper de turno), sino que parto de sentencias inapelables y hechos consumados, corroborados por la evidencia empírica que proporciona el estudio de la (buena, no revisionista) historia, a partir de las fuentes obtenidas para alcanzar aquélla.
Así que, en ese aspecto, no puedo igualarme a la altura de un simple consumidor de información política, adoptando un rol impostado que, en el fondo, no me correspondería ejercer, aunque quisiera (o me hallara tentado) a hacerlo, por una simple pretensión de divertimento (u onanismo) intelectual. Sino que, por el contrario, por mor de mi experiencia y formación, me sitúo a una escala superior (y diferenciada) del común de los mortales, en lo tocante a esta disciplina académica. ¿Petulante? Puede ser. Pero es que mi afirmación obedece a la más genuina obviedad elemental. Como la ley de gravitación universal, formulada por Isaac Newton. Todo ello, debido a que, por ejemplo, yo no me atrevería (ni creo que la mayoría, aunque ya lo dudo, en la era en la que nos hallamos, en la que un charlatán de feria puede conseguir congregar en su cuenta de Youtube a multitudes), ni por asomo, a rebatir a nadie especializado en una rama sobre la que, como es natural, no me he cultivado, ni me he formado sobre ella.
Podría, en suma, rebatir argumentos que he leído por aquí que no se sostendrían a duras penas, en medio de un debate sosegado y, sobre todo, riguroso. Pero... ¿qué obtendría yo a cambio, implicándome en dicho esfuerzo? ¿Algún improperio nada gratuito? ¿Ser rebatido por un lego, siendo yo el experto? No, no, y no. En esta España de hoy, como en el mundo polarizado y volcánico de nuestro tiempo, es misión imposible imponer la verdad revelada a quien ya se ha dejado seducir por el reverso tenebroso de sus deformadas convicciones ideológicas (¿o son las ideas-eje que el locutor de radio, el opinadólogo de televisión, el youtuber o influencer de turno le han inoculado, haciéndolas parecer como propias?), o por sus prejuicios sobre el contrario, aunque éste albergue la razón de su mano. Aunque cabríamos alegar... ¿qué es tener razón, hoy en día, si el otro con quien se departe ya no tolera ni la posibilidad, aun mínima, de hallarse equivocado -o cegado- por las técnicas del neuromárketing que han condicionado sus puntos de vista, nublando su percepción de cuanto ve y analiza, enemistándolo con el de enfrente? La culpa, siempre, es de los demás, y no de uno/a mismo/a. Y yo, bajo esas circunstancias, me niego a sufrir las afrentas de un entorno, por cierto, cada vez más irrespirable para exponentes como yo. Bastante debo lidiar, al ser señalado en los restantes órdenes de la vida, como para extenderlo al resto de ámbitos.
Pero esconderme, no me escondo. Defenderé con convicción mis postulados, remando en medio de la tempestad que pueda acecharme, cual Don Quijote contra los molinos de viento a los que, producto de su fabulación, juzgaba como malhechores en la obra atemporal de Cervantes, sin ceder a los cantos de sirena de la masa informe que embiste, y no piensa.
Y, amigos, ustedes saben muy bien que, en España, es motivo de refranero popular la sentencia de la relación de 9 a 1, siendo mayoría los del primer grupo, sobre los del segundo. Y cada vez son más, retroalimentados por la espiral contagiadora de las nuevas tecnologías, interconectándolos en su idiocia supina. ¿Duro? Sí. ¿Falto de veracidad? No lo creo, sinceramente.
Así que os recomiendo, casi por prescripción facultativa, continuar pensando en vuestro fuero interno en cuanto creéis (como obro yo), si estimáis vuestro proceder correcto, y no ser pasto de la lengua viperina del difamador de turno, pues no admitirá ser un ignorante, bocachanclas, o cuñado (como ahora, de moda, viene a referirse), especie en crecimiento, no aritmético, sino geométrico. Su engolado ego se lo impediría. Porque España (y lo sé en primera persona) no es un país en el que, hoy por hoy, se pueda dialogar, ni deliberar, salvo de cuestiones triviales. Y la de este post, desgraciadamente, no lo es.
En resumidas cuentas: si de algo tan aparentemente deducible por descontado, como la comisión de acciones y patrones de comportamiento moralmente reprobables a lo largo de décadas, aun siendo lícitas, unas; otras, escurridas bajo el bulto de la prescripción penal (en el contexto de una sociedad cultivada, y con autonomía para reflexionar y posicionarse sobre asuntos públicos, de interés general y de actualidad), en España se genera, por definición, una dicotomía entre afines y detractores, negándose (o relativizándose) la gravedad de la misma (o de cualesquiera otras situaciones, en funcion del personaje, partido político, ideología, etcétera...), ¿qué otra cosa se puede esperar, sino la rendición, sin condiciones, de la voluntad de un pueblo confundido -y adormecido-?
Como iba sosteniendo: hacedme caso. Mutis por el foro, y ganaréis enormemente en vuestra, así, recobrada salud.