Pienso por mí mismo, luego existo, aforismo vertido por el enciclopedista francés René Descartes en el siglo XVIII. Sólo sé, que no sé nada, otrora sentencia célebre acuñada por el no menos icónico pensador heleno, Sócrates, veintitrés centurias atrás en el tiempo con respecto al primero.
¿Quién tiene razón? Hagan sus apuestas.
Es sabido que el ser humano, con independencia de sus facultades y talentos -todos somos portadores de una virtud en la que destacamos sobre los demás, aun no vernos reconocidos en ella-, invierte una parte -aunque muy poco significativa, de poco más del veinte por ciento de su capacidad-, en el noble arte del pensamiento, en mayor o menor medida desarrollado y complejo, en función de las áreas de nuestro cerebro triúnico que estimulemos al respecto, de menor a mayor laboriosidad intrincada: el complejo reptiliano, el sistema límbico y el neocórtex.
Por ello, ¿disponemos de la capacidad, la información, los medios y el discernimiento necesarios para sentenciar sin ambages que la noción que del mundo en que vivimos, de nuestro entorno más o menos inmediato, de quienes nos rodean, o de nosotros mismos, es moldeada conforme a unos parámetros nítida e inequívocamente racionales, fundados en la observancia de patrones dotados de una cierta lógica que se repiten, o, por el contrario, posibilitan la explicación a gran parte de los fenómenos físicos, tangibles y/o intangibles que nos acompañan desde nuestra salida del útero materno al mediar nuestra concepción, la fase más dolorosa -e imperceptible- que acarreamos a lo largo de nuestra vida?
¿O gran parte de nuestros ethos, de lo que somos, de lo que sentimos y percibimos, así como la emisión de nuestros juicios de valor, opiniones y prejuicios, formas de concebir y vernos a nosotros a través del espejo, y frente al reflejo de nuestro yo, al mundo por extensión, comparándonos por definición, no supone sino fruto de una estrategia decretada por una estructura de poder, pergeñada durante siglos, cada vez más depurada y sofisticada, en la que, a partir de herramientas de ingeniería social, vigilancia física y control de nuestra mente, aquélla modula nuestras reacciones frente a los estímulos (en constante evolución y dinamismo) que se nos crean, apelando a nuestra vertiente reptiliana, la más apegada a la fibra sensible de las emociones y los más bajos instintos, y, por ende, el más ajeno a la abstracción del raciocinio con el que reflexionar con sosiego acerca de todo, replanteándonos nuestro lugar en el mundo, para con ello distraernos cual soma planteado por el escritor Aldous Huxley en su novela distópica Un mundo feliz?
¿El libre albedrío, esto es, el atributo por el que el ser humano se declara autónomo en la determinación de su propio devenir existencial, es una realidad incontestable, o, en su defecto, un mito, una de las grandes falacias de nuestra especie? ¿Estamos netamente convencidos de que decidimos motu proprio todo cuanto ambicionamos llevar a cabo en nuestra existencia? ¿La posición política que adoptamos, la opción de voto que sufragamos periódicamente, a intervalos regulares, en cada nuevo ciclo electoral, el credo ideológico del que nos abastecemos? ¿El periódico del que nos (des)informamos? ¿La radio, televisión, las redes sociales que frecuentamos? ¿La música que tanto nos complace escuchar? ¿La marca de ropa, estilismo, alimentación que conllevamos a gala? ¿O nos han hecho creer que, en puridad, somos libres, cuando nos hallamos encadenados a una esclavitud tácitamente aceptada, la mayoría, por ignorancia; otros, por temor a ser estigmatizados tras salirnos del redil dictado de lo moral y socialmente aceptable, en nuestra querencia a secundar al grupo, como espécimen gregario que, en el fondo, a todos nos define?
Los medios de comunicación (con las redes sociales en plena boga, desde comienzos del siglo XXI), los deportes en general (con gran predicamente en tal función anestesiadora el fútbol como máximo exponente rey), la industria del entretenimiento (como la del videojuego) y, en suma, las drogas (legales o no) nos desensibilizan a diario, en mayor o menor medida, apartando nuestra mirada de todo lo importante, de interés general y público, que afecta y aqueja a la gran y vasta comunidad de esta aldea global a la que llamamos Tierra que habitamos, mientras invertimos nuestro tiempo, cada vez percibido como más escaso, en atender presuntas necesidades que no han sido sino surgidas artificialmente, de la nada, para mantenernos ocupados (y obnubilados) en satisfacerlas, imponiéndosenos un modelo de vida encaminado, aseguran sus adalides, proveer de felicidad a sus miembros. La felicidad: otro concepto aún por cuantificar, si de veras existe como tal, pero al que se nos educa en torno a él, a fin de dotar de legitimación a un sistema que, sin él, carecería de un verdadero y genuino soporte al que, cuales cimientos en una construcción de nuevo cuño, sólidamente aferrarse.
En resumidas cuentas: ¿por qué hacemos lo que hacemos en un momento determinado, y qué alicientes nos impulsan a materializarlo? ¿En qué medida nuestra percepción del mundo se ajusta a la real, y no se encuentra deformada por la intoxicación que se nos inocula desde cualesquiera de nuestros ídolos de silicio -portátil, móvil, tableta-? ¿Somos dueños de nuestro propio destino?
Desconozco la motivación por la que, en este punto culminante de la jornada, me hallo aquí, tras algunos meses de retirada calculada, pontificando acerca de esta cuestión, y si agentes exógenos a mi voluntad, habiendo incidido sobre la zona situada por debajo del limen, atacando de lleno a mi subconsciente, me habrán impelido a ello. Pero no me arrepiento en absoluto de ello. Y si de veras sirve para enriquecer con mi humilde aportación un post tan magistral como éste (como suele resultar norma habitual en todos los de su autor, a quien voy a corresponder, siempre que pueda, al mostrarme muy atraído e interesado en ellos), misión cumplida (y con creces) por mi parte.
Un saludo.