Siberian Husky
Con el alma y mente puestos en mi madre
Buenos días,
A lo largo de su andadura como especie, el ser humano, desde que en las sociedades cazadoras y recolectoras, en la prehistoria, adquiriera una cierta noción trascendente de la vida, al mediar el enterramiento y consiguiente honra fúnebre tributada a sus seres más allegados ya desaparecidos, con la mediación del chamán como guía rector en lo espiritual de aquellas comunidades, se ha formulado preguntas acerca de la razón de ser de su existencia. Adónde vamos, hacia qué intrincados parajes nos encaminamos al albur de la evolución de nuestra civilización…, en síntesis, qué fuerza de la naturaleza, deidad, proceso cosmológico o pura arbitrariedad nos ha abocado a cumplir una determinada función sobre la faz de la Tierra, y si ésta última ha sido predeterminada bajo una serie de códigos conocidos de antemano –el determinismo de un destino vital ya preescrito-, o si, en realidad, obedecen las pulsiones de cambio en nuestro modo de concepción de vida en el seno de un colectivo portador de intereses complejos, en constante mutación y ebullición, y confrontación entre grupos de interés, y su consiguiente incidencia en el entorno en el que nos hallamos radicados, a una aleatoriedad que, bajo ningún concepto, ninguna entidad a nuestro alcance y discernimiento pudiera ser capaz de tutelar, al arbitrio de la incertidumbre, la imprevisibilidad y el caos.
Ante el temor irredento que la condición humana ha profesado secularmente hacia la ingobernabilidad fundada en la libre determinación vital de cada individuo, en el ámbito de una colectividad dada, a la configuración de su propio e inherente devenir, en base a sus capacidades y potencialidades, emergió la figura de la religión –una vez comenzaron a fraguarse las primeras e incipientes comunidades políticamente organizadas, hasta alcanzar su paroxismo con los imperios agrarios tardíos (Egipto, Roma, tras la conversión del emperador Constantino al cristianismo)- con un propósito múltiple:
a) Dotar de contenido sustantivo a una estructura político-institucional, con la que, a partir de la recopilación de mitos y leyendas, inspirar a quienes la personifiquen en el futuro, como paso previo imprescindible en la construcción de un discurso distintivo propio, como antesala a la consolidación de una forma de ser, de vivir, de pensar y de manifestarse en relación con los demás, propagable a otras latitudes del planeta, en virtud del énfasis incidido en la presunta superioridad moral de dicha civilización como razón justificativa de la conquista y sometimiento de pueblos colindantes. Así brotaron Atenas, Esparta y Roma, por ilustrar algunos ejemplos célebres (con el mito del nacimiento de Rómulo y Remo como jalón desencadenante de la fundación de la ciudad imperial).
b) Forjar un relato discursivo capaz de articular una política de desincentivos no económicos en el comportamiento de los seres humanos, conforme a los usos sociales aceptados por el sistema de estratificación social de la época, y promovidos por los agentes estratégicos clave en cuyas manos ejercían de facto el poder político, económico y, por ende, social y cultural, a fin de preservar el control, bajo la amenaza constante y permanente de la coacción física de la violencia –como afirmaría el mismísimo Max Weber-, sobre aquéllos segmentos de la población tentados de poner en cuestión y en tela de juicio el ordenamiento jurídico presente en ese momento –así se generó el Tribunal de la Inquisición, bajo el reinado de los Reyes Católicos en Castilla y Aragón, como un mero instrumento de represión de la oposición disidente, sin contener inicialmente connotaciones de índole religiosa-. Más tarde, y plenamente conscientes del enorme impacto moral y sobre las conciencias que gran parte de la ciudadanía profesaba cualquier tipo de significación espiritual, se reorientó la religión bajo la recurrente apelación a una condena en el fuego eterno en una dimensión paralela y metafísica más allá de lo terrenalmente concebido hacia aquéllos que cuestionaran preceptos enjuiciados como sagrados por la institución eclesiástica, tales como la infalibilidad del Papa, o expresaran juicios de valor, publicaciones reveladas (Galileo Galilei, el cual tuvo que abjurar de su afirmación, consistente en que la Tierra giraba alrededor del Sol, y no a la inversa, tal y como había declarado Ptolomeo; o Jean-Jacques Rousseau, en el siglo XVIII, que tuvo conocimiento de la airada reacción que provocó al establishment español su obra, de éxito incontestable en el resto de Europa) y conductas que, en general, subvirtieran el corpus doctrinal de la Iglesia, a saber: siguiendo los postulados de Thomas Hobbes, en su Leviatán, la soberanía residía en el Rey, ungido como personificación de Dios en la Tierra. De quebrantar el interés general la acción del monarca, hasta que San Isidoro de Sevilla rebatiera tal máxima en el siglo XIV, se preceptuaba que el pueblo, como súbdito, no podría deponerlo ni destituirlo, pues el derrocamiento del orden establecido suponía contravenir los designios de Dios.
Y si no, tengan presente la hábil transmutación que de la figura de Dios hizo acopio la Iglesia Católica en la etapa comprendida entre la Alta y la Baja Edad Media cuando, en la primera de ellas, en las vidrieras de las catedrales de nuestro país se exhibía a un Creador colérico, iracundo y justiciero y, apenas unos dos siglos más tarde, éste se reconvertía en un exponente de amor, misericordia y perdón. Todo ello, producto de la preocupación con la que el catolicismo contemplaba la adhesión del pueblo llano a su fe, más por una cuestión de prevención ante el castigo infligido por pecado, que por convicción firme en sus creencias.
c) El epígrafe anterior se robustecía, y adquiría legitimación, por la anuencia y connivencia de una población sumida en el pavor a lo desconocido e inexplorado, por supina ignorancia y superchería ante manifestaciones individuales y colectivas que no eran encajadas en el molde de lo políticamente correcto en la mentalidad de la ciudadanía del período –como la persecución indiscriminada hacia comunidades juzgadas como heréticas por el simple hecho de concebir su relación con Dios de un modo alternativo a lo oficiosamente decretado (el Arrianismo, el Nestorianismo, el Catarismo), o por seguidismo acrítico hacia la figura del líder político (el Rey) o religioso (el bajo clero, a través de la correa de transmisión en que se convirtió el púlpito), la cual transigía con las restricciones sinnúmeras a su libre albedrío impuestas por los etiquetados como los Vicarios de Cristo en la Tierra, ante el halo de esperanza que recibían de, una vez superadas las estrecheces de la estancia infértil en este valle de lágrimas, recabar la Gracia Eterna en el Reino de los Cielos (o en la Ciudad de Dios, tal y como sostenía San Agustín), con el convencimiento exultante de que, tantas penalidades y servidumbres gozaban de entidad y lógica, pues, al fin y al cabo, habían sido recompensados en justo término.
Persuádanse de esta herramienta de dominación sobre los más vulnerables, a fin de relativizar y enmascarar una concentración de poder y riqueza en muy pocas manos inasumible a ojos vista de un exponente portador de una mínima dosis de sensibilidad en pos de la justicia social, en el supuesto de la India, como máxima expresión de una coalición entre las esferas de la política y la religión, en aras de edificar un sistema de castas, como el hindú, propiciador de una ramificación estamental de la sociedad dividida en clases con diverso rango de estatus, incluyendo en su haber una última categoría, exenta de pertenencia a este modelo piramidal, desprovista de las más elementales muestras de dignidad y observancia de sus derechos: el paria, el intocable, debiendo reclinarse, o, en su defecto, rehuir la presencia, escondiéndose o apartándose a lugares remotos, de miembros más distinguidos de otras castas superiores. Podríais replantearos: ¿por qué se preserva inalterable, sin visos de contestabilidad social, este modelo tan aparentemente injusto y sin fundamentación empírica? Muy sencillo: por la combinación del empleo de la fuerza contra colectivos críticos con el mismo –miles de millares de ganaderos y agricultores pobres han perecido a lo largo de las últimas décadas, víctimas de acciones represores por parte de las fuerzas del orden- y la eficaz canalización en los sectores más empobrecidos de la teoría de la reencarnación, en la que, dependiendo del correcto y óptimo, o deshonesto, patrón de comportamiento deducible en la vida del sujeto en cuestión, podrá asistirse a una devaluación de su esencia (a la de un animal, corpóreamente hablando, o inclusive, como máxima expresión de la involución en la cadena, a una piedra, como ser inerte por antonomasia) o a su evolución superior, permitiendo consigo la sujeción y el acomodamiento a las reglas del juego firmemente asentadas y establecidas en las zonas en las que dicha confesión religiosa goza de mayor predicamento.
No constituye, empero, más que la búsqueda insaciable del ser humano de la felicidad. Pero, ¿en qué radica ésta? Para unos, su Dios particular lo personifica el dinero, como único valor social de referencia, esto es, la acumulación de posesiones y bienes materiales en la Tierra, venerando al dios Ammón, ante la conciencia de que más allá de nuestro tránsito efímero en el mundo tal y como lo conocemos, no impera nada que sobreviva a ello. Para otros, en cambio, la fe ciega en el progreso científico y racional de la humanidad, enarbolando la tecnología como único valor diferencial que nos abocará a la resolución de nuestro conflicto interior, de la lucha denodada con nuestros impulsos, con nuestros deseos, con nuestros afanes de expansión, a fin de cuestionar los límites de nuestra especie y retar los cimientos sólidos de nuestra presunta finitud. Y los terceros, en última instancia, aún confían en la venida de Cristo a la Tierra en el día del Juicio Final, impartiendo justicia, redimiendo a los justos y reprendiendo a los pecadores. Pero, y por más que conllevemos miles de años de evolución, ha sabido proporcionar la respuesta certera a dicha ecuación inexacta y tan sometida a vaivenes. De lo único ante lo cual nos hallaríamos consensualmente de acuerdo conforme al guión anterior, estribaría en lo siguiente: que el ser humano, desde el siglo XVI, ha suplido a la Providencia Divina como eje sobre el cual gravita la acción en nuestro planeta (el antropocentrismo, como concepción filosófica que considera al ser humano como centro de todas las cosas y el fin absoluto de la creación). Y que, en virtud de su dominio sobre los recursos del planeta, ha volcado éste a su completa merced, como pretexto al servicio de una trayectoria evolutiva que se entendía entonces como ilimitada y linealmente progresiva hacia la perfección cimentada en el progreso, a través de la mutación constante de las estructuras económico-productivas y la satisfacción de las demandas individuales y colectivas del nuevo ser emanado de la Revolución Industrial (a partir del XVIII) y de la globalización (desde fines del SXX): el homo faber, más tarde homo economicus, como creador-consumidor, reconduciendo a la Tierra a una espiral de agitación, explotación de sus capacidades y alteración de su ritmo biológico natural, a llegar a ver comprometida seriamente su supervivencia como hábitat natural de quienes la moran, conllevando consigo la propia autodestrucción del propio ser humano. Cuán cruel paradoja: el hombre, que creía erróneamente adquirir el rol de ungidor de todo cuanto ha generado por acción y obra de su propia acción y voluntad, como si de una divinidad de nuevo cuño se tratara (la teoría del Súper Hombre –Nietzsche-), al servicio de su propio ego o de la propia aniquilación del adversario con quien competía en el acaparamiento de nuevos espacios de colonización de sus ideas y/o mercados (dos Guerras Mundiales así lo delatan) retratado finalmente, como el máximo damnificado ante su incapacidad de restañar lo inmodificable, un atributo ajeno a sus propias facultades: la perecedera interinidad de su paso por la vida, tan marchita como inversamente proporcional a la soberbia que siempre ha predefinido a los seres humanos por extensión. Y ello debe ocasionar frustración, al no ser dueños de nuestro propio destino: unos, al verse privados de ello ante la carencia más elemental de oportunidades para el desarrollo, en un contexto de extremada pobreza o desigualdad; otros, al verse adscritos al inexorable principio de la igualación con los restantes mortales, pues, no incumbirá en absoluto cuanta prominencia en una determinada disciplina, reputación o prestigio alguien haya cultivado a lo largo de sus vivencias, pues todos terminaremos sujetos a la muerte como última estación de tren, sin distingos, sin salvedades, sin posibilidad alguna para la elusión de una parte integral de nosotros mismos, como talón de Aquiles de nuestra imperfección irremediable.
Pero… ¿existiría algo más, aparte de la paulatina descomposición de nuestros órganos vitales, por el consiguiente proceso de putrefacción, consustancial a todo organismo vivo conocido, que nos permitiera albergar un mínimo bosquejo de aliento ante nuestra desdichada desesperanza? A lo largo de los siglos, infinidad de corrientes filosóficas y de pensamiento se han planteado esta disyuntiva, emitiendo conclusiones muy divergentes.
Así, en la Grecia del siglo IV a. C., imperaban dos doctrinas sumamente coincidentes en sus premisas básicas: el estoicismo y el epicureísmo. Partían del hecho ineluctable de que, dado que la extinción del ser humano se mostraba irremediable y consiguientemente inevitable, el hombre no debía enfrascarse en una estéril pugna con aquello con lo cual no podía competir, ciñéndose a conllevar un estilo de vida modélico, recto, saludable, en interacción con los suyos y en contacto con la naturaleza y los placeres que proporciona la vida: una buen mesa, frugales viandas para su consumición, equipado con una confortable biblioteca con la que instruirse y, ante todo, deliberar, filosofar interminablemente acerca de las cuestiones más variopintas y pródigas en sabiduría, durante toda una velada de tarde-noche, en compañía de los allegados más estimados. De alcance similar, aunque más volcado en las apetencias materiales, el hedonismo proporcionaba respuestas conducentes al saciamiento del ser humano de sus necesidades vitales, sin prestar demasiada atención a algo (la expiración de su ser) inescrutablemente ajeno a su propio ser.
Dante Alighieri, por el contrario, en su Divina Comedia (escrita en el siglo XIV, aunque publicada en el XV), consideraba la existencia del ser humano posterior a la defunción como la estancia de éste en tres dimensiones vitales, en virtud de la evaluación que Dios habría emitido acerca de su actitud en la Tierra: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. En los dos primeros compartimentos, todos aquéllos acreedores de determinados tipos de pecado (lujuria, gula, avaricia y prodigalidad, ira y pereza, herejía, fraude, traición) debían atravesar por una serie de trances amargos y espinosos, comúnmente correlacionados con la clase de defecto detentado en vida, hasta extraer la lección valiosamente aprendida de ello, y con ello redimirse de cada falta (personificada bajo la inscripción ‘P’ de ‘pecado’, consabidamente retirada del brazo de cada penitente por el arcángel custodiador de cada celda), hasta reencontrarse finalmente con Dios, el cual habita, en el Paraíso, el Empíreo, más allá de lo físico, hallándose envuelto por la luz, viéndole a él en primera persona, formando parte de la Rosa Mística, en cuyos pétalos quedan entronizadas las almas de quienes guiaron su conducta bajo los principios del Creador.
O Francisco Giner de los Ríos, fundador en España de la Institución Libre de Enseñanza, el cual concebía la vida como un orbe cosmogónico, en el que se hallaban interconectados, en su esencia, todos los componentes que dotan de vitalidad y vigor a todo cuanto nos rodea (fauna, flora, seres humanos en la Tierra, así como especies pertenecientes a otras constelaciones), conformando una unidad de destino en lo espiritual. Así, consideraba la sierra del Guadarrama (en Madrid) como el mejor y más fiel reflejo del eidos de España, para él, el más sobresaliente patrimonio que conservaba nuestro país: su paisaje. En ese sentido, concordaba con exponentes tan diversos como Manuel Azaña, o los intelectuales afines a la Falange Española.
Yo, personalmente, resaltaría lo siguiente: uno de los precursores de la química, Lavoisier, enunció la ley de la conservación de la masa. Según ésta, los elementos ni se creaban ni se destruían, se conservaban. También se planteó la ley de la conservación de la energía, según la cual ni se creaba ni se destruía, se transformaba. Pero Albert Einstein propuso en su Relatividad que, en realidad, energía y masa son equivalentes.
Gracias a esta ecuación, por fin, pudo conocerse la razón por la cual las estrellas generan energía.
Con lo cual, me hallo íntimamente convencido de que, de alguna manera, aunque nos extingamos físicamente, debemos, en algún resquicio de la Galaxia –así como creo concienzudamente en la pervivencia de otros seres, llamémosles extraterrestres, en la misma-, sobrevivir, en forma de energía y/o materia, conservando doquiera nos encontráramos, una parte sustancial de cuanto en su momento fuimos, o significamos, para aquéllos a quienes un buen día nos dirigimos, mientras dispusimos de la oportunidad para contribuir al bien común, y al servicio a los demás, garantizando consigo nuestra inmortalidad.
Un cordial saludo a todos.
A lo largo de su andadura como especie, el ser humano, desde que en las sociedades cazadoras y recolectoras, en la prehistoria, adquiriera una cierta noción trascendente de la vida, al mediar el enterramiento y consiguiente honra fúnebre tributada a sus seres más allegados ya desaparecidos, con la mediación del chamán como guía rector en lo espiritual de aquellas comunidades, se ha formulado preguntas acerca de la razón de ser de su existencia. Adónde vamos, hacia qué intrincados parajes nos encaminamos al albur de la evolución de nuestra civilización…, en síntesis, qué fuerza de la naturaleza, deidad, proceso cosmológico o pura arbitrariedad nos ha abocado a cumplir una determinada función sobre la faz de la Tierra, y si ésta última ha sido predeterminada bajo una serie de códigos conocidos de antemano –el determinismo de un destino vital ya preescrito-, o si, en realidad, obedecen las pulsiones de cambio en nuestro modo de concepción de vida en el seno de un colectivo portador de intereses complejos, en constante mutación y ebullición, y confrontación entre grupos de interés, y su consiguiente incidencia en el entorno en el que nos hallamos radicados, a una aleatoriedad que, bajo ningún concepto, ninguna entidad a nuestro alcance y discernimiento pudiera ser capaz de tutelar, al arbitrio de la incertidumbre, la imprevisibilidad y el caos.
Ante el temor irredento que la condición humana ha profesado secularmente hacia la ingobernabilidad fundada en la libre determinación vital de cada individuo, en el ámbito de una colectividad dada, a la configuración de su propio e inherente devenir, en base a sus capacidades y potencialidades, emergió la figura de la religión –una vez comenzaron a fraguarse las primeras e incipientes comunidades políticamente organizadas, hasta alcanzar su paroxismo con los imperios agrarios tardíos (Egipto, Roma, tras la conversión del emperador Constantino al cristianismo)- con un propósito múltiple:
a) Dotar de contenido sustantivo a una estructura político-institucional, con la que, a partir de la recopilación de mitos y leyendas, inspirar a quienes la personifiquen en el futuro, como paso previo imprescindible en la construcción de un discurso distintivo propio, como antesala a la consolidación de una forma de ser, de vivir, de pensar y de manifestarse en relación con los demás, propagable a otras latitudes del planeta, en virtud del énfasis incidido en la presunta superioridad moral de dicha civilización como razón justificativa de la conquista y sometimiento de pueblos colindantes. Así brotaron Atenas, Esparta y Roma, por ilustrar algunos ejemplos célebres (con el mito del nacimiento de Rómulo y Remo como jalón desencadenante de la fundación de la ciudad imperial).
b) Forjar un relato discursivo capaz de articular una política de desincentivos no económicos en el comportamiento de los seres humanos, conforme a los usos sociales aceptados por el sistema de estratificación social de la época, y promovidos por los agentes estratégicos clave en cuyas manos ejercían de facto el poder político, económico y, por ende, social y cultural, a fin de preservar el control, bajo la amenaza constante y permanente de la coacción física de la violencia –como afirmaría el mismísimo Max Weber-, sobre aquéllos segmentos de la población tentados de poner en cuestión y en tela de juicio el ordenamiento jurídico presente en ese momento –así se generó el Tribunal de la Inquisición, bajo el reinado de los Reyes Católicos en Castilla y Aragón, como un mero instrumento de represión de la oposición disidente, sin contener inicialmente connotaciones de índole religiosa-. Más tarde, y plenamente conscientes del enorme impacto moral y sobre las conciencias que gran parte de la ciudadanía profesaba cualquier tipo de significación espiritual, se reorientó la religión bajo la recurrente apelación a una condena en el fuego eterno en una dimensión paralela y metafísica más allá de lo terrenalmente concebido hacia aquéllos que cuestionaran preceptos enjuiciados como sagrados por la institución eclesiástica, tales como la infalibilidad del Papa, o expresaran juicios de valor, publicaciones reveladas (Galileo Galilei, el cual tuvo que abjurar de su afirmación, consistente en que la Tierra giraba alrededor del Sol, y no a la inversa, tal y como había declarado Ptolomeo; o Jean-Jacques Rousseau, en el siglo XVIII, que tuvo conocimiento de la airada reacción que provocó al establishment español su obra, de éxito incontestable en el resto de Europa) y conductas que, en general, subvirtieran el corpus doctrinal de la Iglesia, a saber: siguiendo los postulados de Thomas Hobbes, en su Leviatán, la soberanía residía en el Rey, ungido como personificación de Dios en la Tierra. De quebrantar el interés general la acción del monarca, hasta que San Isidoro de Sevilla rebatiera tal máxima en el siglo XIV, se preceptuaba que el pueblo, como súbdito, no podría deponerlo ni destituirlo, pues el derrocamiento del orden establecido suponía contravenir los designios de Dios.
Y si no, tengan presente la hábil transmutación que de la figura de Dios hizo acopio la Iglesia Católica en la etapa comprendida entre la Alta y la Baja Edad Media cuando, en la primera de ellas, en las vidrieras de las catedrales de nuestro país se exhibía a un Creador colérico, iracundo y justiciero y, apenas unos dos siglos más tarde, éste se reconvertía en un exponente de amor, misericordia y perdón. Todo ello, producto de la preocupación con la que el catolicismo contemplaba la adhesión del pueblo llano a su fe, más por una cuestión de prevención ante el castigo infligido por pecado, que por convicción firme en sus creencias.
c) El epígrafe anterior se robustecía, y adquiría legitimación, por la anuencia y connivencia de una población sumida en el pavor a lo desconocido e inexplorado, por supina ignorancia y superchería ante manifestaciones individuales y colectivas que no eran encajadas en el molde de lo políticamente correcto en la mentalidad de la ciudadanía del período –como la persecución indiscriminada hacia comunidades juzgadas como heréticas por el simple hecho de concebir su relación con Dios de un modo alternativo a lo oficiosamente decretado (el Arrianismo, el Nestorianismo, el Catarismo), o por seguidismo acrítico hacia la figura del líder político (el Rey) o religioso (el bajo clero, a través de la correa de transmisión en que se convirtió el púlpito), la cual transigía con las restricciones sinnúmeras a su libre albedrío impuestas por los etiquetados como los Vicarios de Cristo en la Tierra, ante el halo de esperanza que recibían de, una vez superadas las estrecheces de la estancia infértil en este valle de lágrimas, recabar la Gracia Eterna en el Reino de los Cielos (o en la Ciudad de Dios, tal y como sostenía San Agustín), con el convencimiento exultante de que, tantas penalidades y servidumbres gozaban de entidad y lógica, pues, al fin y al cabo, habían sido recompensados en justo término.
Persuádanse de esta herramienta de dominación sobre los más vulnerables, a fin de relativizar y enmascarar una concentración de poder y riqueza en muy pocas manos inasumible a ojos vista de un exponente portador de una mínima dosis de sensibilidad en pos de la justicia social, en el supuesto de la India, como máxima expresión de una coalición entre las esferas de la política y la religión, en aras de edificar un sistema de castas, como el hindú, propiciador de una ramificación estamental de la sociedad dividida en clases con diverso rango de estatus, incluyendo en su haber una última categoría, exenta de pertenencia a este modelo piramidal, desprovista de las más elementales muestras de dignidad y observancia de sus derechos: el paria, el intocable, debiendo reclinarse, o, en su defecto, rehuir la presencia, escondiéndose o apartándose a lugares remotos, de miembros más distinguidos de otras castas superiores. Podríais replantearos: ¿por qué se preserva inalterable, sin visos de contestabilidad social, este modelo tan aparentemente injusto y sin fundamentación empírica? Muy sencillo: por la combinación del empleo de la fuerza contra colectivos críticos con el mismo –miles de millares de ganaderos y agricultores pobres han perecido a lo largo de las últimas décadas, víctimas de acciones represores por parte de las fuerzas del orden- y la eficaz canalización en los sectores más empobrecidos de la teoría de la reencarnación, en la que, dependiendo del correcto y óptimo, o deshonesto, patrón de comportamiento deducible en la vida del sujeto en cuestión, podrá asistirse a una devaluación de su esencia (a la de un animal, corpóreamente hablando, o inclusive, como máxima expresión de la involución en la cadena, a una piedra, como ser inerte por antonomasia) o a su evolución superior, permitiendo consigo la sujeción y el acomodamiento a las reglas del juego firmemente asentadas y establecidas en las zonas en las que dicha confesión religiosa goza de mayor predicamento.
No constituye, empero, más que la búsqueda insaciable del ser humano de la felicidad. Pero, ¿en qué radica ésta? Para unos, su Dios particular lo personifica el dinero, como único valor social de referencia, esto es, la acumulación de posesiones y bienes materiales en la Tierra, venerando al dios Ammón, ante la conciencia de que más allá de nuestro tránsito efímero en el mundo tal y como lo conocemos, no impera nada que sobreviva a ello. Para otros, en cambio, la fe ciega en el progreso científico y racional de la humanidad, enarbolando la tecnología como único valor diferencial que nos abocará a la resolución de nuestro conflicto interior, de la lucha denodada con nuestros impulsos, con nuestros deseos, con nuestros afanes de expansión, a fin de cuestionar los límites de nuestra especie y retar los cimientos sólidos de nuestra presunta finitud. Y los terceros, en última instancia, aún confían en la venida de Cristo a la Tierra en el día del Juicio Final, impartiendo justicia, redimiendo a los justos y reprendiendo a los pecadores. Pero, y por más que conllevemos miles de años de evolución, ha sabido proporcionar la respuesta certera a dicha ecuación inexacta y tan sometida a vaivenes. De lo único ante lo cual nos hallaríamos consensualmente de acuerdo conforme al guión anterior, estribaría en lo siguiente: que el ser humano, desde el siglo XVI, ha suplido a la Providencia Divina como eje sobre el cual gravita la acción en nuestro planeta (el antropocentrismo, como concepción filosófica que considera al ser humano como centro de todas las cosas y el fin absoluto de la creación). Y que, en virtud de su dominio sobre los recursos del planeta, ha volcado éste a su completa merced, como pretexto al servicio de una trayectoria evolutiva que se entendía entonces como ilimitada y linealmente progresiva hacia la perfección cimentada en el progreso, a través de la mutación constante de las estructuras económico-productivas y la satisfacción de las demandas individuales y colectivas del nuevo ser emanado de la Revolución Industrial (a partir del XVIII) y de la globalización (desde fines del SXX): el homo faber, más tarde homo economicus, como creador-consumidor, reconduciendo a la Tierra a una espiral de agitación, explotación de sus capacidades y alteración de su ritmo biológico natural, a llegar a ver comprometida seriamente su supervivencia como hábitat natural de quienes la moran, conllevando consigo la propia autodestrucción del propio ser humano. Cuán cruel paradoja: el hombre, que creía erróneamente adquirir el rol de ungidor de todo cuanto ha generado por acción y obra de su propia acción y voluntad, como si de una divinidad de nuevo cuño se tratara (la teoría del Súper Hombre –Nietzsche-), al servicio de su propio ego o de la propia aniquilación del adversario con quien competía en el acaparamiento de nuevos espacios de colonización de sus ideas y/o mercados (dos Guerras Mundiales así lo delatan) retratado finalmente, como el máximo damnificado ante su incapacidad de restañar lo inmodificable, un atributo ajeno a sus propias facultades: la perecedera interinidad de su paso por la vida, tan marchita como inversamente proporcional a la soberbia que siempre ha predefinido a los seres humanos por extensión. Y ello debe ocasionar frustración, al no ser dueños de nuestro propio destino: unos, al verse privados de ello ante la carencia más elemental de oportunidades para el desarrollo, en un contexto de extremada pobreza o desigualdad; otros, al verse adscritos al inexorable principio de la igualación con los restantes mortales, pues, no incumbirá en absoluto cuanta prominencia en una determinada disciplina, reputación o prestigio alguien haya cultivado a lo largo de sus vivencias, pues todos terminaremos sujetos a la muerte como última estación de tren, sin distingos, sin salvedades, sin posibilidad alguna para la elusión de una parte integral de nosotros mismos, como talón de Aquiles de nuestra imperfección irremediable.
Pero… ¿existiría algo más, aparte de la paulatina descomposición de nuestros órganos vitales, por el consiguiente proceso de putrefacción, consustancial a todo organismo vivo conocido, que nos permitiera albergar un mínimo bosquejo de aliento ante nuestra desdichada desesperanza? A lo largo de los siglos, infinidad de corrientes filosóficas y de pensamiento se han planteado esta disyuntiva, emitiendo conclusiones muy divergentes.
Así, en la Grecia del siglo IV a. C., imperaban dos doctrinas sumamente coincidentes en sus premisas básicas: el estoicismo y el epicureísmo. Partían del hecho ineluctable de que, dado que la extinción del ser humano se mostraba irremediable y consiguientemente inevitable, el hombre no debía enfrascarse en una estéril pugna con aquello con lo cual no podía competir, ciñéndose a conllevar un estilo de vida modélico, recto, saludable, en interacción con los suyos y en contacto con la naturaleza y los placeres que proporciona la vida: una buen mesa, frugales viandas para su consumición, equipado con una confortable biblioteca con la que instruirse y, ante todo, deliberar, filosofar interminablemente acerca de las cuestiones más variopintas y pródigas en sabiduría, durante toda una velada de tarde-noche, en compañía de los allegados más estimados. De alcance similar, aunque más volcado en las apetencias materiales, el hedonismo proporcionaba respuestas conducentes al saciamiento del ser humano de sus necesidades vitales, sin prestar demasiada atención a algo (la expiración de su ser) inescrutablemente ajeno a su propio ser.
Dante Alighieri, por el contrario, en su Divina Comedia (escrita en el siglo XIV, aunque publicada en el XV), consideraba la existencia del ser humano posterior a la defunción como la estancia de éste en tres dimensiones vitales, en virtud de la evaluación que Dios habría emitido acerca de su actitud en la Tierra: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. En los dos primeros compartimentos, todos aquéllos acreedores de determinados tipos de pecado (lujuria, gula, avaricia y prodigalidad, ira y pereza, herejía, fraude, traición) debían atravesar por una serie de trances amargos y espinosos, comúnmente correlacionados con la clase de defecto detentado en vida, hasta extraer la lección valiosamente aprendida de ello, y con ello redimirse de cada falta (personificada bajo la inscripción ‘P’ de ‘pecado’, consabidamente retirada del brazo de cada penitente por el arcángel custodiador de cada celda), hasta reencontrarse finalmente con Dios, el cual habita, en el Paraíso, el Empíreo, más allá de lo físico, hallándose envuelto por la luz, viéndole a él en primera persona, formando parte de la Rosa Mística, en cuyos pétalos quedan entronizadas las almas de quienes guiaron su conducta bajo los principios del Creador.
O Francisco Giner de los Ríos, fundador en España de la Institución Libre de Enseñanza, el cual concebía la vida como un orbe cosmogónico, en el que se hallaban interconectados, en su esencia, todos los componentes que dotan de vitalidad y vigor a todo cuanto nos rodea (fauna, flora, seres humanos en la Tierra, así como especies pertenecientes a otras constelaciones), conformando una unidad de destino en lo espiritual. Así, consideraba la sierra del Guadarrama (en Madrid) como el mejor y más fiel reflejo del eidos de España, para él, el más sobresaliente patrimonio que conservaba nuestro país: su paisaje. En ese sentido, concordaba con exponentes tan diversos como Manuel Azaña, o los intelectuales afines a la Falange Española.
Yo, personalmente, resaltaría lo siguiente: uno de los precursores de la química, Lavoisier, enunció la ley de la conservación de la masa. Según ésta, los elementos ni se creaban ni se destruían, se conservaban. También se planteó la ley de la conservación de la energía, según la cual ni se creaba ni se destruía, se transformaba. Pero Albert Einstein propuso en su Relatividad que, en realidad, energía y masa son equivalentes.
Gracias a esta ecuación, por fin, pudo conocerse la razón por la cual las estrellas generan energía.
Con lo cual, me hallo íntimamente convencido de que, de alguna manera, aunque nos extingamos físicamente, debemos, en algún resquicio de la Galaxia –así como creo concienzudamente en la pervivencia de otros seres, llamémosles extraterrestres, en la misma-, sobrevivir, en forma de energía y/o materia, conservando doquiera nos encontráramos, una parte sustancial de cuanto en su momento fuimos, o significamos, para aquéllos a quienes un buen día nos dirigimos, mientras dispusimos de la oportunidad para contribuir al bien común, y al servicio a los demás, garantizando consigo nuestra inmortalidad.
Un cordial saludo a todos.